Vuelo suspendido por niebla

Crónica de un viaje de 30 horas y del calvario de los pasajeros

28/07/2015
P
or Gabriel Ramonet
Cuando un médico o un piloto de avión apelan al adverbio “lamentablemente”, por lo general, se avecinan problemas. Y esta vez, la voz grave del comandante del vuelo AR 1870 de Aerolíneas Argentinas confirmaba el presagio. El avión que había partido el domingo a las 10 del aeropuerto de Ezeiza, y que había hecho escala en El Calafate sin novedad, sobrevolaba el Canal Beagle cerca de las 15.20, cuando fue comunicada la novedad.
“Lamentablemente”, dijo el piloto, el aeropuerto de Ushuaia estaba cerrado por niebla para toda operación, por lo que se emprendía el retorno a El Calafate donde después serían informados los pasos a seguir.
La contingencia meteorológica, irrefutable desde el punto de vista aeronáutico, encendió -sin embargo- el descontento de los pasajeros, todavía desconocidos entre sí.
“Cinco días llevo. Cinco días tratando de llegar a Ushuaia”, observó primero un brasileño fornido y de barba, con cara de poca diplomacia. Otros, a su alrededor, ratificaron la historia en portugués. O al menos eso parecía.
Los relatos comenzaron a fluir de asiento en asiento. Pasajes sobrevendidos, vuelos reprogramados, o cancelados, o ambas cosas a la vez, se combinaban con caras de cansancio acumulado.
Aterrizaje en El Calafate. Puerta seis. Tarjetas con la inscripción “Tránsito”. A esperar una solución. Que se despeje el aeropuerto de Ushuaia, dijo uno, mientras dos chicos comenzaron a pelearse y sus padres los calmaron con el aliciente de que “ahora vamos a comprar comida”.
Para ir al bar del aeropuerto de El Calafate, hay que pasar por la cinta de seguridad, sacarse la campera, el reloj, y poner el celular en una bandeja. A la vuelta, hay que hacer lo mismo, sólo que ahora con la bandeja, el sándwich y las botellas de gaseosa.
“Cincuenta pesos una empanada. Cincuenta pesos me quisieron cobrar una empanada”, refunfuñó un hombre de remera verde, mientras su esposa y sus hijos lo escuchaban sin poder creer aún semejante desfalco.
Dos horas sin novedad, sin que nadie venga, sin información oficial.
“Cinco días sin poder llegar a Ushuaia”, repitió el brasileño con la cara más colorada, justo cuando una señorita rubia, de voz finita y gritona, conminó a los presentes a reunirse en una sala contigua para informar las novedades.
La mujer tomó pacíficamente un fósforo y acercándolo lentamente hasta la mecha, encendió la bomba. “La empresa les ofrece regresar a Buenos Aires, para reprogramar el vuelo a Ushuaia desde Ezeiza, al día siguiente”.
“Cinco días tratando de llegar a Ushuaia.Cinco días”, exclamó ahora a viva voz el brasileño ofuscado. “Yo no me voy. Me quedo. Son todas mentiras”, acusó.
Los ánimos terminaron de caldearse y los gritos de reprobación eran la respuesta a cualquier intento por llevar algo de calma, por parte del grupo de la empresa aérea que ahora ya tenía tres integrantes, y nada de tacto para contener a los pasajeros.
“¿Por qué no nos bajaron en Río Grande?”, interrogó un muchacho rebosante de sentido común. “Porque en ese aeropuerto no puede operar este avión. Falta una autobomba y otras medidas de seguridad”, respondió el mismísimo capitán de la aeronave, puesto en interlocutor de emergencia.
“Que nos alojen en El Calafate y nos lleven mañana desde acá”, propuso después una mujer, mientras los brasileños cantaban “U-shua-ia, U-shua-ia”, como si estuvieran en una tribuna del Maracaná.
“No hay capacidad hotelera. Los hoteles están llenos, y además el avión no puede pernoctar a la intemperie y aquí no hay un hangar para guardarlo”, fundamentaron del otro lado del mostrador.
“Vergonha, vergonha. Cinco días tratando de llegar a Ushuaia”, se envalentonó una vez más el brasileño.
“¿Y por qué nos dicen recién ahora? Hace tres horas que estamos acá con chicos, se enojó también el hombre de remera verde. Y agregó: “me quisieron cobrar una empanada 50 pesos”.
A la señorita de Aerolíneas, el tema se le fue definitivamente de las manos. Llega gente de seguridad. Se promete una reprogramación con número de vuelo y todo, más alojamiento en un hotel de Buenos Aires. Pero nadie escucha.
“Mentira, mentira”, brama el brasileño y a su lado, otros coterráneos quieren persuadir al capitán de que vuele a pesar de la niebla. “Llevenos capitán, llevenos”. Todo mientras una mujer asegura que el aeropuerto de Ushuaia ahora “está abierto”, y otros muestran fotos enviadas por teléfono donde se ve a la ciudad cubierta de un espeso manto blanco.
El avión parte otra vez a Buenos Aires, donde llega pasada la medianoche del domingo. Los pasajeros son llevados a un hotel del centro porteño, cuando son casi las 2.30 de la madrugada. A las 9 llega otra vez el micro que los traslada de nuevo a Ezeiza. Valijas, bártulos, bolsas, cansancio. La gente se arrastra hasta los mostradores, hace filas, pasa cintas de seguridad, muestra documentos. Ahora están callados. Hasta el brasileño ha dormido algo.
El vuelo 1886 que parte el lunes desde Ezeiza toca suelo fueguino a las 15.20, y el pasaje estalla en aplausos y gritos cargados de alegría, de alivio y de mensaje irónico.
Treinta horas tardaron algunos fueguinos para regresar desde Buenos Aires, y cien horas algunos turistas para comenzar a disfrutar de sus vacaciones de invierno.
¿Cuánto habrá invertido el Estado fueguino en campañas de promoción para atraer a esos visitantes?, ¿alguien los recompensará, aunque más no sea con un gesto?
¿Cuánto y qué haría falta para que el aeropuerto de Río Grande pueda operar como alternativa en serio del aeropuerto de Ushuaia?
¿Cuánto faltará para que la recuperada Aerolíneas Argentinas, que tanto ha mejorado desde su estatización, pueda resolver sus problemas sin la obligación de pasar por el lugar donde atiende Dios?
Y sobre todo, cuándo encarcelarán sin fianzas ni probation, a los criminales confesos e impunes que mientras todo esto ocurre, siguen vendiendo una empanada a cincuenta pesos en el aeropuerto de El Calafate, y en tantas otras confiterías aeroportuarias del país.