Repasando la historia

La desdichada historia de Pedro Sarmiento de Gamboa

24/04/2014
P
or Lucas Potenze (*) (Especial para El diario del Fin del Mundo)

En la rica historia de hambre y desnudeces que jalonan la historia de la conquista de América, pocas, si es que hay alguna, son tan desgraciadas como la del primer intento de colonización de nuestra tierra, a cargo de don Pedro Sarmiento de Gamboa.
No se sabe a ciencia cierta ni dónde nació ni qué estudios realizó, aunque lo más probable es que haya nacido, o por lo menos se haya formado en Pontevedra, Galicia, junto a la ría del estuario del Lérez, adónde seguramente, viendo las naves que entraban y salían del puerto, se fue desarrollando su pasión por el mar. En cuanto a sus estudios, se sabe que dominaba idiomas, que podía hablar de corrido en latín y tenía amplios conocimientos de cosmografía y de las ciencias de la navegación, además de un interés raro en esa época por la literatura y la historia.
Pasó al Nuevo Mundo alrededor de 1555, arribando a México y recalando finalmente en Perú, donde tuvo alguno que otro problema con la Inquisición.
Se sabe de un viaje a las islas Salomón y otro a Centro América, donde seguramente se pusieron a prueba y se consolidaron sus habilidades marineras, ya que no era tarea para flojos atravesar el Pacífico a mediados del Siglo XVI. Luego continuó su carrera como militar a las órdenes del virrey Toledo, conociendo el Perú profundo, lo que le dio autoridad para escribir su Historia de los Incas, remitida al rey en 1572.
Pero su carrera de escritor se vio interrumpida por nuevos problemas con la Inquisición (se ve que el hombre no era de los que se quedan callados) y las exigencias del servicio, especialmente después de que el pirata Francis Drake asolara los puertos de Valparaíso y El Callao en 1579. Aún no repuestos de la sorpresa de verse atacados por naves inglesas, el virrey Toledo decidió enviar una expedición hacia el Sur para estudiar la geografía del estrecho, hacer buenas migas con los aborígenes y buscar soluciones para impedir que nuevas expediciones osaran pasar al Pacífico, hasta entonces considerado como un mar exclusivamente español. Como jefe de dicha misión designó a Sarmiento de Gamboa.
Éste recorrió las costas del estrecho, avistó grupos de selk’nam a quienes, al igual que Pigafetta medio siglo antes, los encontró especialmente altos, por lo que bautizó “Bahía Gente Grande” al lugar donde hicieron contacto, y siguió enriqueciendo la toponimia del lugar llamando “Campana de Roldán” al monte más alto de la cadena montañosa y rebautizando el mismo estrecho con el efímero nombre de “Madre de Dios”. Casi tres siglos después, Fitz Roy rebautizaría la “Campana de Roldán” como “Monte Sarmiento”, justamente en honor al conquistador.
Llegado al Atlántico siguió viaje hasta España donde convenció al monarca, Felipe II, de la conveniencia de enviar una expedición para fortificar el paso interoceánico con dos fundaciones cuyos planos realizó. El único problema –no menor– fue que el Consejo de Indias resolvió designar como jefe de la expedición a Diego Flores de Valdés, un marino experimentado pero que desconocía la zona y nunca comprendió la importancia de la misión. A Gamboa lo conformaron con el cargo de gobernador del Estrecho y, desde el primer día, mantuvo una tensa relación con el jefe que le había caído en desgracia.
Así fue que el 9 de diciembre de 1581 zarpó de Sanlúcar de Barrameda una impresionante armada compuesta por 23 naves que llevaban más de 3000 personas entre pobladores, soldados, sacerdotes más una otro grupo destinado a Chile.
Iniciado el viaje, una tremenda tormenta echó a pique nueve de los barcos y en el resto se desató una epidemia de disenteria que acabó con 150 viajeros. Maltrechos, llegaron a Río de Janeiro donde la armada permaneció siete meses. Allí, varios de sus miembros se dedicaron a hacer negocios con los pobladores vendiendo las provisiones destinadas al estrecho, y cuando por fin continuaron viaje, nuevas tormentas los obligaron a volver al Brasil donde Flores Valdez, directamente, desertó de la empresa y volvió a España dejando a nuestro personaje con sólo tres naves y 529 personas.
Llegados por fin a su destino, tras desertar una de las naves que quedaban y encallar otra perdiendo preciosas herramientas, armas, pólvora y otros recursos indispensables para consolidar las nuevas ciudades, Sarmiento fundó con toda la solemnidad que el caso requería la ciudad de Nombre de Jesús (1584), en las inmediaciones de Punta Dúngenes y más tarde la de Rey don Felipe, entre las actuales poblaciones chilenas de Punta Arenas y Fuerte Bulnes.
Es verdaderamente conmovedor leer la información que Sarmiento escribió para el rey contando con detalle de qué manera en los poblados se cumplían todas las formalidades estipuladas por las reales ordenanzas para la fundación de ciudades, pensados para otros climas y otras circunstancias. El capitán mandó construir las iglesias, estableció los días festivos, designó las divinidades celestiales bajo cuya advocación se pondrían y hasta erigió sus cabildos, nombrando alcaldes y regidores entre esos colonos semidesnudos y hambrientos, carentes de recursos y con nulas posibilidades de ser socorridos. También asombran las descripciones de esa tierra, en la que su espíritu optimista destaca la abundancia de frutas y de mariscos “con buenas perlas”, mientras cuenta al mismo tiempo cómo sus compañeros van enfermando y muriendo de frío y desnutrición.
Pero la desgracia no estaba dispuesta a abandonar a esos miserables colonos. Llegó el invierno con una crudeza desconocida para los españoles y cuando Sarmiento viajaba en la única nave que quedaba entre ambas poblaciones, fue arrojado por un feroz temporal más allá de la Primera Angostura, hacia mar abierto arrastrando la nave hasta Río de Janeiro. Allí quiso Sarmiento hacerse de provisiones para volver al estrecho pero, después de capear nuevos y más horrendos temporales que le hicieron alijar las provisiones recién adquiridas, debió volver a Brasil donde tuvo que sofocar una rebelión de varios de sus hasta entonces “fieles” compañeros. Resolvió entonces, en consulta con el gobernador del Janeiro, retornar a España en busca de refuerzos, pero la nave que lo transportaba fue abordada por corsarios ingleses y pasó a ser prisionero de la reina Isabel, en guerra permanente con España. Dicen las crónicas que la reina lo recibió y estuvieron más de una hora conversando en latín, tras lo cual fue liberado y pudo salir de Londres en octubre de 1586.
¿Tendría idea en ese momento de que los colonos del estrecho, subsistiendo en un total desamparo, habían sido diezmados por el hambre y el frío quedando sólo 15 hombres y 3 mujeres de la orgullosa escuadra que con más de 3000 hombres había salido de Sanlúcar cinco años antes? Lo cierto es que sólo uno de ellos, Tomé Hernández, fue recogido por el pirata inglés Tomas Cavendish, que acertó a pasar por el estrecho más o menos por esa fecha y que lo recogió aparentemente para que le sirviera de guía, dejando al resto de los náufragos en tierra.
No cambió tampoco la suerte de Sarmiento de Gamboa: Liberado de Inglaterra cruzó a través de Francia para alcanzar su patria y fue tomado nuevamente prisionero, esta vez por soldados hugonotes en tiempos de guerras de religión entre católicos y protestantes en ese país. Una vez más, el gobernador del Estrecho se encontraba en el bando equivocado y permaneció casi cuatro años como rehén de sus captores hasta que la corona española pudo pagar el rescate que se convino. Volvió a España donde pasó el resto de sus días suplicando ayuda para los hombres del estrecho, fantasmas que poblaron su imaginación y su conciencia hasta el fin de sus días, en julio de 1592.
Cuatro siglos después, el historiador Enrique S. Inda, publicó una historia novelada llamada “Los sobrevivientes del Estrecho”. No pretendo aquí hacer un comentario sobre el libro, ni en lo histórico ni en lo literario, pero reconforta su capacidad de imaginar cómo continuó la vida de esos 18 desdichados, que bien pudieron sobrevivir adoptando algunos hábitos de los tehuelches, y en esa infinita soledad, pudieron aún mantener costumbres civilizadas, lazos de solidaridad y hasta –tal vez– pudieron recuperar la capacidad atávica de amarse y de disfrutar del amor.

(*) Historiador. Profesor de Historia.