Repasando la Historia

El Gaucho Rivero: ¿patriota o asesino?

24/07/2014
P
or Lucas Potenze (*)

Luego de la prepotente irrupción de Inglaterra en Puerto Soledad, con la que se inició la ocupación inglesa de las islas, la fragata Clío se retiró y el lugar quedó absolutamente desprotegido, sin nada parecido a un gobierno. Lo que quedaba era un puñado de personas entre los colonos llevados por Vernet, algunos de los cuales eran gauchos rioplatenses que habían sido contratados por su habilidad para trabajar con el ganado cimarrón, un segundo grupo estaba formado por indios, otros eran negros esclavos a quienes se les había prometido la libertad tras un período de trabajo y algunos colonos de distintas nacionalidades, entre los cuales había mujeres y niños.
El ex comandante (Vernet) aspiraba, con todo derecho, a conservar por lo menos la concesión recibida del gobierno de Buenos Aires y el capital que allí había invertido, tanto en dinero como en ganado. Por lo tanto, ni bien tuvo noticias de lo ocurrido con la invasión inglesa, envió a uno de sus hombres de confianza, el británico Mateo Brisbane, como su delegado. Junto con el capataz, el francés Jean Simón, eran lo más parecido a una autoridad, en aquellas islas dos veces invadidas, a quienes debemos sumar al Guillermo Dickson, el despensero irlandés a quien Onslow, el capitán de la Clio, había encargado izar la bandera británica los domingos y cuando algún barco se acercara al puerto.
Resultaba difícil poner orden en aquel lugar, a lo que se agregaba la falta de dinero, por lo que el establecimiento se veía obligado a pagar a los gauchos con bonos que éstos debían cambiar en su propia proveeduría. Los gauchos, en su momento, se habían negado a trabajar si no se les pagaba en oro o plata, pero ante la negativa del capataz, Simón, debieron soportar dichas condiciones al no tener a nadie a quien recurrir en las islas.
Existe un diario atribuido al despensero Dickson donde narra algunos sucesos ocurridos en el establecimiento entre abril y agosto de 1833; allí contabiliza varias muertes ante la falta total de atención sanitaria, peleas producidas por el exceso de alcohol y, en general, una situación de desorden que no hacía presagiar nada bueno.
Y los presagios se cumplieron: En ese estado de cosas, el 26 de agosto (de 1833), un grupo de tres gauchos y cinco indios, encabezados por Antonio Rivero, (Antook en el colorido idioma de las islas) asesinó fríamente a Matero Brisbane, Jean Simón, Guillermo Dickson, y a los colonos Antonio Wagner (alemán) y Ventura Pazos (argentino). Según los testigos que luego declararon, no hubo pelea ni nada parecido sino que se trató de un ataque por sorpresa a personas desarmadas que estaban tranquilamente dedicados a sus faenas. Según el testimonio de Thomas Halsby, empleado de Vernet, Brisbane fue asesinado en su casa junto al capataz Simon, quien se encontraba salando cueros; luego se dirigieron a la casa de Antonio Wagner a quien mataron en la puerta e hirieron a Ventura Pazos quien intentó huir malherido pero no pudo evitar que lo remataran. Saquearon las casas de Brisbane y de Dickson, el almacén y se apoderaron de todas las armas y municiones disponibles, excepto las que en ese momento tenían los hombres de los botes.
Después de estos sucesos, los amotinados aparentemente no supieron cómo continuar. El informe elaborado por el Almirantazgo británico –principal fuente de la que disponemos– dice que la mayoría de los sobrevivientes, aterrorizados por lo que pudiera pasar, tras enterrar a los muertos se retiraron en botes hacia la isla Hog, ubicada en la bahía, donde podían organizar alguna defensa contra posibles ataques de la gente de Rivero. En cuanto a los amotinados, no sabemos que se proponían aunque hay indicios de que poco después de la tragedia, sólo aspiraban a conseguir una nave con la que huir al continente.
El 7 de enero de 1834, un año después de la usurpación inglesa, llegó a Puerto Soledad la nave de guerra inglesa Challenger, dejando en tierra al teniente Henry Smith junto a media docena de soldados con el encargo de prender a los asesinos, quienes se habían internado en la isla y que, a pesar de su precariedad de medios, tenían la ventaja de contar con los únicos caballos de la isla. El día 27, Rivero se pone en contacto con Smith diciendo que si le otorgaban el perdón, se comprometía a entregar los caballos y a cooperar para capturar a los otros y aprehender al verdadero instigador de la tragedia que habría sido “un inglés” (esta es la primera y única vez en que se habla de un instigador externo). El teniente responde a Rivero que si se entrega hará uso de su influencia con el comandante en jefe para que intercediese respecto a la clemencia del gobierno británico, y tras unos días de negociaciones el gaucho se entrega el 18 de marzo, coincidiendo con el retorno del Beagle al puerto de Malvinas.
Rivero y sus cómplices fueron trasladados a Inglaterra y sometidos a juicio de acuerdo a las leyes locales. Dados los crímenes cometidos, parecía inevitable que fueran condenados a la pena capital pero, por motivos que desconocemos (aunque es verosímil suponer que estuvieron relacionados con cuestiones diplomáticas y el poco entusiasmo del gobierno británico de complicar aún más la disputa que se había iniciado con las Provincias Unidas), no se dictó sentencia y los acusados fueron trasladados a Montevideo, evitando dejarlos en Buenos Aires, quizá porque esto hubiera podido entenderse como un reconocimiento de la jurisdicción argentina sobre Malvinas.
Frente a los hechos protagonizados por Rivero, se abren dos interpretaciones: una, la más fundada en los documentos existentes, que es la que sostiene la Academia Nacional de la Historia en un dictamen firmado entre otros por Ricardo Caillet Bois, el autor de la obra más y mejor documentada sobre las islas, dice que la acción de los gauchos fue un simple asesinato y que la causa del disgusto fue que les pagaran su sueldo en pesos papel en lugar de plata, como habían convenido anteriormente, lo que no les servía para comerciar con los buques que atracaban en el lugar. En un enclave donde no existía autoridad política y en medio de la confusión producida por la agresión norteamericana y la ocupación británica, llegó un momento en que los gauchos argentinos resolvieron acabar con todo lo que se pareciera a una jerarquía, pero que en esta acción, a pesar de que cuatro de las cinco víctimas eran extranjeras, cuesta encontrar un objetivo patriótico o reivindicación de la soberanía argentina en las islas. Hay quienes dicen que Rivero levantó el estandarte argentino durante más de cien días y lo consideran un patriota, pero no hay ningún testimonio que así lo afirme; inclusive es más que probable que no tuvieran una bandera ni material para confeccionarla.
La versión que hace de Rivero un héroe que actuó contra la dominación inglesa y que representa los más dignos valores de nuestro gauchaje, valora según palabras de nuestro distinguido ex gobernador Cap. Ernesto Campos, que después de aquel fatídico 26 de agosto, si bien no sabemos si fue izada la bandera argentina, está probado que la bandera del usurpador no flameó en nuestras islas Malvinas “gracias al coraje y la audacia de un puñado de criollos”. El Dr. Ismael Moya eleva la apuesta diciendo que “la acción del 26 de agosto de 1833 tuvo auténtica jerarquía heroica y fue empeñada por un reducido número de gauchos con el único designio de que en las Malvinas […] fuesen violados los derechos sagrados de nuestra patria por un invasor extranjero…”
Sin embargo, la elevación a epopeya de la acción de Rivero se hizo pública cuando un grupo de militantes integrantes de la Juventud Peronista, de sectores nacionalistas y organizaciones gremiales autodenominado “Comando Cóndor”, en septiembre de 1966, secuestró en vuelo un avión de Aerolíneas Argentinas que se dirigía a Ushuaia y lo desvió a Malvinas. Descendieron en el hipódromo, lo más parecido a una pista de aviación que había en la isla, y bajados a tierra plantaron banderas argentinas y tomaron rehenes, aunque al otro día depusieron su actitud y entregaron sus armas. Fueron ellos quienes rebautizaron la capital de la colonia con el nombre de “Puerto Rivero”, en honor a aquel gaucho que había acaudillado el grupo de asesinos. Desde entonces los políticos e historiadores más cercanos al nacionalismo han exaltado la figura de Rivero y hasta se creó una versión –sin ningún testimonio que lo avale– que sostiene que “Antook” murió peleando en la batalla de Obligado.
La figura de un gaucho sencillo pero con profunda conciencia nacional, que se alza contra el dominio de la primera potencia del mundo por puro sentimiento patriótico afrontando peligros incalculables y que, finalmente, muere peleando por nuestra soberanía en aquella heroica jornada de las barrancas del Paraná, tiene sin duda mucho de épico y simboliza maravillosamente aquél amor a la patria que hizo famoso el pueblo de las invasiones inglesas, los gauchos de Güemes o los indios que siguieron a Juana Azurduy. Sería hermoso para enseñarla como ejemplo a nuestros hijos y venerar su imagen en los colegios y las calles de la ciudad; pero, lamentablemente, la Historia, por lo menos hasta donde hoy la conocemos, nos dice una cosa muy distinta sobre los motivos que precipitaron la tragedia de aquel 26 de agosto en nuestras islas Malvinas.

(*) Profesor de Historia. Historiador