Repasando la Historia

Buscando claves para entender el primer contacto entre europeos y canoeros

18/09/2014
P
or Lucas Potenze (*)

En los días que corren, cuando la destrucción del monumento a Colón que hasta hace poco tiempo se erigía en la plaza epónima, detrás de la Casa Rosada, ha recalentado la polémica entre distintas visiones de la conquista de América, es lógico que el episodio del capitán FitzRoy y sus cuatro fueguinos haya recuperado vigencia dentro del secular debate. Así, se vuelven a elevar voces que condenan el accionar del marino inglés y otras que intentan comprenderlo, o bien relevar a éste de culpa por considerarlo sólo un representante de una época y una ideología dominante.
Para los primeros, FitzRoy es un instrumento consumado del imperialismo británico del Siglo XIX: un oficial de la marina real cuya misión fue facilitar mediante sus investigaciones científicas, la confección de mapas y cartas de navegación, la información recabada en sus contactos con gente de mar y autoridades de los países de Sud América y Oceanía y el conocimiento de sus fortalezas y debilidades, el dominio de Inglaterra sobre los pueblos aún no civilizados y las jóvenes y débiles repúblicas visitadas.
Los segundos, entre quienes están la mayoría de los historiadores clásicos de Tierra del Fuego, los que alcanzaron las palmas académicas y aquellos que estuvieron vinculados con las actividades misioneras o con las compañías comerciales y ganaderas que operaron en la zona, vieron en FitzRoy a un notable y disciplinado marino con una fuerte vocación científica, pundonoroso y honesto a carta cabal y cristiano convencido, que, en el caso de los fueguinos, demostró su generosidad y arriesgó su prestigio y su fortuna en aras de una noble intención.
Para los primeros, la apropiación de los cuatro fueguinos por parte del capitán no puede ser considerado sino un vulgar secuestro, y el intento de “civilizarlos” desgajándolos de sus costumbres ancestrales para inculcarles normas que nada tenían que ver con el tipo de vida de su pueblo fue un torpe intento de torcerles a la fuerza un sistema de costumbres y habilidades que había permitido a su pueblo vivir en un razonable equilibrio durante varios milenios.
Para los segundos, el exponer su vida y hacienda en una misión de claro contenido cristiano, que pretendía iniciar la misión de liberar al pueblo yámana de sus supersticiones y su ignorancia que los mantenía en uno de los más bajos peldaños del desarrollo humano, abrirles las puertas al aprendizaje de las habilidades que habían permitido a Europa alcanzar altos niveles de confort y cultura y, sobre todo, iniciarlos en el conocimiento del verdadero Dios y a partir de allí abrirles las puertas al camino a la salvación eterna, fue un acto encomiable. Por lo tanto, todos los errores que pudo haber cometido habrían sido consecuencia de su exagerado optimismo o de la ingenuidad a la que lo condenaba su profunda fe, y de ninguna manera pueden ser objeto de la condena de la posteridad.
Entiendo que la Historia, que cuando es abordada con honestidad puede servir como una avisada pacificadora de los espíritus, nos puede ayudar a comprender cuáles fueron las intenciones de FitzRoy y acaso descubrir entre los fiordos del fin del mundo una interesante representación de las grandezas y miserias del siglo XIX.
Lo primero que hay que aclarar es que ambas miradas no son excluyentes entre sí: que todo lo que se condena en FitzRoy está basado en argumentos impecables pero al mismo tiempo no es justo negar las buenas intenciones del marino ni que su decisión de llevar a los fueguinos a Inglaterra fue producto de una genuina vocación evangelizadora. Esto hace más interesante el debate ya que, como dice Bernard Shaw, el verdadero drama no es el que se da entre buenos y malos (que suele ser bastante aburrido) sino el que se suscita entre personas que se enfrentan convencidas de que están realizando el bien. Y el capitán de la marina real inglesa Robert FitzRoy estaba absolutamente convencido de la superioridad de su civilización y de la verdad de sus creencias religiosas, de que estas eran válidas universalmente y de que estaba haciendo una obra de bien para la humanidad al derramarlas por el mundo. Esta era la idea dominante en la Inglaterra que había vuelto a lanzarse a los mares tras la derrota de Napoleón; la diferencia es que FitzRoy convertía en acto lo que otros solo pensaban y escribían en los periódicos y las publicaciones piadosas de Londres.
Al hablar de los indígenas que el marino inglés llevó a Inglaterra, cuesta aceptar la palabra “secuestro”, aunque en rigor se haya tratado de una apropiación de personas. Lo que ocurre es que el término sugiere una apropiación por la fuerza, contra su voluntad y generalmente con fines extorsivos, mientras que, según los diarios de FitzRoy y de algunos miembros de su tripulación, si bien los fueguinos fueron subidos a bordo para lograr que se les devolviera la ballenera robada, parecería que por lo menos tres de ellos, sea por curiosidad o por espíritu de aventura, viajaron de buen grado a Londres y sólo York Minster mantuvo una actitud hosca y agresiva durante todo el tiempo que estuvo lejos de los suyos. Esto no quiere decir que hayan llegado a comprender, y menos a compartir, el proyecto del capitán: Boat Memory, a pesar de haber sido vacunado, murió de viruelas en el Real Hospital Naval de Plymouth, y la actitud de York y Fuegia, cuando vueltos a los canales abandonaron la colonia que se intentaba formar en Wulaia llevándose cuanta cosa podía llegarles a ser útil de vuelta en su país, nos sugiere que tampoco la niña estaba entusiasmada con convertirse en una adelantada de la civilización europea en Tierra del Fuego. Por su parte, el retorno de Jemmy Button a la vida y costumbres de su gente ni bien la Beagle se alejó del Canal Murray, completa el círculo de fracasos en que terminó la empresa.
Agreguemos que, según las cartas y memorias de otros tripulantes de la Beagle, incluido por supuesto el dirio de Darwin, aparentemente sólo él creía en la posibilidad de éxito de su empresa civilizadora en la que arriesgó buena parte de su fortuna. Hasta la misma sociedad misionera de la Iglesia Anglicana (no confundir con la Sociedad Misionera de la Patagonia fundada años después por Allen Gardiner) le retaceó su ayuda y el único que se sumó con entusiasmo fue el catequista Richard Matthews, quien quizás haya soñado en transformarse en el santo varón que convirtiera a los fueguinos, como San Agustín de Canterbury convirtió a los anglos, San Patricio a los irlandeses o San David a los galeses.
Sin embargo, FitzRoy tuvo la suficiente prudencia como para no permitirle al futuro santo patrón de los fueguinos convertirse en mártir y, al ver que las perspectivas en Wulaia no auguraban nada bueno para su seguridad, privó la prudencia del militar sobre la fe en los milagros del cristiano convencido y le obligó a abandonar la misión.
Digamos para finalizar, que tanto Jemmy Button como Fuegia Basket conservaron un buen recuerdo del marino que los había “secuestrado”. Aquél le ofreció regalos hechos por él mismo cuando el Beagle abandonó definitivamente los canales y Fuegia, cuando siendo ya una anciana fue visitada por Thomas Bridges, preguntó con mucho afecto por el capitán, obligando al misionero a callar que había terminado suicidándose algunos años antes.
Como ya señalamos en un artículo anterior publicado por “el diario del fin del mundo”, FitzRoy es el actor principal de una sublime equivocación, un genuino representante de aquellos buenos cristianos que con una fe impermeable a los argumentos de la realidad, aplicaban la lógica del colonialismo convencidos que actuaban para la salvación de las almas de “aquellos miserables que, de todos modos, eran hijos de Dios”.

(*) Historiador. Profesor de Historia.