Repasando la Historia

La masacre de Wullaia

16/10/2014
P
or Lucas Potenze (*) (especial para el diario del Fin del Mundo)

El 6 de noviembre de 1859 era domingo. La mañana estaba hermosa en la bahía de Wullaia y el “Allen Gardiner” se mecía tranquilamente sobre aguas inusualmente calmas con un grupo de ocho misioneros a bordo. Una semana antes habían desembarcado en su tierra a los nueve jóvenes fueguinos que habían pasado varios meses en el islote Keppel en una suerte de estadía de aprendizaje y formación básica en cultura occidental y fe religiosa en la que los misioneros ponían grandes esperanzas como forma de iniciar su misión en los canales. Esos jóvenes estaban destinados a ser algo así como los acólitos de la avanzada civilizatoria que pronto iniciarían con la instalación permanente en la zona de un grupo de misioneros. Entre ellos, la autoridad religiosa era el catequista Garland Philips, quien planeaba ser el primer europeo, después del desdichado Allen Gardiner y sus compañeros, que viviría en medio de los yámanas. El capitán del barco era Robert Fell, un hombre de mar consubstanciado con la fe y el proyecto de la Sociedad Misionera. Junto a ellos estaban su hermano, John Fell, quien se desempeñaba como piloto, el carpintero John Johnston y cuatro marineros, además del cocinero Alfred Coles.
Se ha recuperado el diario que llevaba el capitán Fell, por lo cual sabemos que cuando la nave llegó a la bahía, Jemmy Button había subido a bordo tan desharrapado y sucio como la mayoría de los de su pueblo, como si no hubiera pasado un año educándose en Inglaterra y otro “formándose” material y espiritualmente en la Isla Keppel, o, dicho de otra forma, como si prefiriera continuar con los hábitos ancestrales de los suyos en lugar de adoptar los que los misioneros habían querido inculcarle.
Además, al momento de desembarcar, el capitán descubrió que faltaban algunas herramientas de utillaje del barco y procedió a hacer una requisa en el equipaje de los fueguinos. Como dijimos anteriormente, éstos eran especialmente susceptibles ante cualquier gesto de desconfianza de parte de los blancos, aunque al mismo tiempo eran muy adeptos a la rapiña. Fell encontró los objetos faltantes entre los bártulos de los fueguinos y cuando les fueron decomisados, uno de ellos, Schwaiamugunjiz, se enfureció, lo sujetó del cuello y a punto estuvo de estrangularlo. Según el diario del capitán, el robo consistía apenas en un arpón, un pañuelo de seda, un cuchillo y una chaira.
En los días siguientes, los marinos bajaron a tierra, cortaron árboles y construyeron una pequeña casa de troncos que serviría como lugar de culto y reunión y marcaron la tierra para iniciar una huerta. Los fueguinos no los molestaron pero, cada día, llegaban nuevas canoas al lugar hasta sumar más de setenta. Por otro lado Jemmy Button, quien aparentemente se consideraba con más derechos a recibir regalos que sus compatriotas dada su función de nexo entre ingleses y fueguinos, se mostraba especialmente agresivo con el capitán Fell, quien lo describió en su diario como “uno de los más torpes de su raza”.
También dejó consignado que los fueguinos no hicieron el menor esfuerzo por ayudar a los marineros en su construcción, y en su entrada del sábado 5 anota que se los notaba bastante molestos. Sin embargo, al día siguiente y siguiendo las instrucciones de Despard, decidieron bajar a tierra para rezar el oficio religioso junto a los aborígenes a quienes pensaban evangelizar. Por lo tanto, toda la tripulación bajó a tierra salvo Coles, el cocinero, que quedó haciendo la guardia en el barco.
En el momento en que los misioneros comenzaron a cantar su primer himno de alabanza, como si fuera una señal, los fueguinos los atacaron armados con piedras y palos con el evidente propósito de acabar con ellos. Poco podían hacer los ocho ingleses ante un centenar de yámanas quienes los masacraron sin la menor piedad. Coles, horrorizado, vio todo desde la cubierta del barco y al comprender que la matanza era inevitable y que seguramente él sería la próxima víctima, subió a la chalupa y huyó remando sin que los fueguinos enardecidos repararan en él. Claro que no tenía adónde refugiarse así que en algún momento tuvo que retornar a la costa, dejar el bote e internarse en el bosque, sin abrigo ni alimentos, sabiendo que tarde o temprano caería en manos de los asesinos de sus compañeros.
Y así ocurrió unos días después, pero a diferencia de lo ocurrido en Wullaia, al cocinero le perdonaron la vida y permaneció viviendo como uno más de ellos hasta el 1º de marzo del año siguiente, fecha en que la “Nancy”, al mando del capitán Smiley (el mismo que había recogido los cadáveres de Allen Gardiner y sus compañeros ocho años antes), llegó a Wullaia enviado por la Misión ante la falta de noticias de su gente. Enseguida se encontró con Coles, visiblemente más flaco y con las cejas y la barba afeitadas con conchas marinas, que venía en una canoa en la que estaba también Jemmy Button. Ambos subieron a bordo.
Smiley se anotició de la tragedia de labios del aún aterrorizado cocinero, y sin dudar un instante resolvió no bajar a tierra; aprovechó que Jemmy se encontraba dentro del barco y pegó la vuelta hacia Malvinas. Según el testimonio de Coles, éste había sido el instigador de la matanza y sus hermanos (llamados Billy y Tommy por los ingleses) habían encabezado a los agresores. También dijo que a su entender, Jemmy estaba insatisfecho por la parte que le había correspondido de la parte que le había tocado en los regalos y esa había sido la causa de su proceder.
En Malvinas Jemmy fue interrogado por las autoridades británicas, y aunque su declaración está llena de incoherencias, contiene mentiras y en muchas partes resulta difícil de entender, se puede deducir que cuando había viajado a Keppel no lo había hecho por propia voluntad, que durante el año que pasó con su familia en el islote de la Misión se había sentido mal por no poder dedicarse a la pesca y la recolección como era su forma de vida habitual, que tenía miedo de ser nuevamente secuestrado pero que no había sido él sino un grupo de onas, gente mala del norte, quienes habían matado a los misioneros. Lo cierto es que, a pesar de que la población de Stanley estaba indignada con el fueguino a quien hubieran querido linchar sin más trámite, el gobernador no estaba para nada cómodo con la situación. Veía por un lado un problema de jurisdicción ya que el crimen se había realizado fuera de territorio inglés; no confiaba demasiado en la palabra de Coles, quien sin duda testimoniaba bajo los efectos del horror que le había tocado vivir, no le tenía ninguna simpatía a la Misión ni mucho menos a su director, el Reverendo George Despard, y consideraba que la metodología de llevar fueguinos a Keppel (aunque después los devolvieran a los canales) no se diferenciaba en mucho del delito de secuestro. Por lo tanto, resolvió no encarar el juicio y devolver a Jemmy a Wullaia, tarea que estuvo nuevamente a cargo de Smiley, acompañado de una guarnición preparada para repeler cualquier agresión, la cual además debía traer de vuelta a lo que quedaba del “Allen Gardiner”, que había sido prolijamente desvalijado y desprovisto de sus velas y herrajes durante todo ese tiempo.
Lo cierto es que tanto por la matanza como por las declaraciones de Jemmy Button en Malvinas, lo único que podemos sacar en claro es que los fueguinos, en su gran mayoría, consideraban a los misioneros como un elemento extraño que venía a hacer algo que ellos no comprendían pero de lo que no esperaban nada bueno. Al momento de la matanza solo había uno (Okokko, que había estado en Keppel y de quien hablaremos más adelante) que sentía verdadero afecto por estos hombres diferentes que venían a modificar su forma de vida. Para colmo, la construcción de una vivienda como la que habían levantado en Ushuaia en esos primeros días de noviembre de 1859, sugería la voluntad de los misioneros de instalarse en territorio fueguino y era evidente que por más que trataran de comportarse cristianamente, éstos eran europeos convencidos de que tanto su religión como su moral y sus costumbres eran superiores a las de los nativos. No hacía falta ninguna perspicacia para darse cuenta de esto, y los fueguinos iban a hacer todo lo que estuviera en sus manos para evitar su sometimiento.
De todos modos, confieso que no me siento capacitado para decir qué pasaba por la mente de los fueguinos en aquel momento. Cuando digo que rechazaban una eventual instalación de un extranjero tecnológica y militarmente más poderoso que pretendía modificar su estilo de vida y de alguna manera someterlos al dominio de una religión y un sistema de vida que les resultaba extraño, estoy sólo haciendo una conjetura: es lo que, desde la mirada de alguien educado en la cultura occidental, parece más verosímil, pero confieso que no tengo ninguna certeza de que esa haya sido la razón de la matanza. Tal vez Coles, con su teoría del rencor de Jemmy Button por la mezquindad de los regalos recibidos, tenga razón; después de todo él estuvo en el lugar, contempló la matanza y estuvo prisionero de los aborígenes y si bien la teoría me parece harto insuficiente, tampoco creo tener autoridad para refutarla “in totum”. Lo único indiscutible son los hechos y que, aunque cueste creerlo, no lograron aniquilar el espíritu evangelizador de los misioneros, quienes poco tiempo después volverían a esas tierras que hasta entonces tan ingratas habían sido para su empresa.

(*) Historiador. Profesor de Historia.