Repasando la Historia

Luis Piedra Buena: nuestro hombre en Patagonia y Tierra del Fuego

20/11/2014
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or Lucas Potenze (*) (Especial para El diario del Fin del Mundo)

Hay ciertos personajes frente a los cuales los historiadores sentimos cierta impotencia, vergüenza o pudor, porque nos damos cuenta de que con los recursos de nuestro oficio jamás llegaremos a transmitir los motivos profundos que los llevaron a hacer cosas extraordinarias, adelantadas a su tiempo y que se destacaron de forma notable de aquello que indica la lógica utilitarista o el interés egoísta característicos de la época. Esos hombres y mujeres, que a veces reciben el nombre de héroes, nos ponen en un aprieto y hacen que añoremos la libertad de la que disfruta el artista para contar sus vidas como la novela de aventuras que realmente fueron.
Éste es el caso de don Luis Piedra Buena, acaso el marino más trascendente en la historia argentina posterior a la Independencia y, sin duda, el más destacado de la Patagonia y Tierra del Fuego y el hombre a quien, en buena medida, debemos que estas tierras pertenezcan hoy a nuestra patria.
Pero los historiadores estamos de alguna forma condicionados por los criterios con que debemos investigar y nos vemos obligados a contar sólo lo que nos dicen los documentos, los testimonios, las estadísticas, y la libertad para expresar nuestra admiración y dejar volar la imaginación para decir aquello que los viejos papeles no pueden transmitir es muy limitada siempre que queramos seguir siendo leales a la preceptiva de nuestra ciencia.
Así, los fríos documentos nos dicen que Luis Piedra Buena nació en Carmen de Patagones en 1833, cuando la población de aquella ciudad, la más austral sobre las que la Confederación Argentina ejercía soberanía, apenas si tenía 800 habitantes. En esos tiempos Patagones podía enorgullecerse no sólo de ser el puesto de avanzada argentino sobre la Patagonia, sino que aún resonaban los ecos del combate del Cerro de la Caballada, durante la Guerra con el Brasil, cuando aquella población aislada y bastante olvidada por Buenos Aires, se organizó para derrotar a la orgullosa flota del Imperio del Brasil, que intentaba poner un pie en tierra argentina y avanzar desde el sur, tratando de volcar a los aborígenes en su favor.
Sabemos, o podemos suponer, que la infancia del pequeño Luis pasó en las orillas del río Negro, mirando con atención las tareas que los navíos realizaban en su puerto, escuchando las historias que contaban los marineros que allí llegaban y soñando con el mar, sus misterios y desafíos.
Cuentan que antes de cumplir los diez años, a escondidas de sus padres, construyó una especie de balsa o canoa con la que se lanzó a navegar el río Negro; parece que la corriente lo arrastró hasta su desembocadura donde fue recogido por un barco que estaba entrando en la ría, salvándolo de un destino incierto. Esta aventura infantil convenció a sus padres de la conveniencia de ponerlo como aprendiz –o grumete– en la misma nave que lo había salvado de su aventura marítima, y así fue que en 1842, a los nueve años, se embarcó en la nave del Capitán Lemon rumbo a Buenos Aires. Sin embargo, no tuvieron una buena relación y el muchacho quedó en Buenos Aires, bajo la protección de otro marino, el capitán James Harris, conocido de su familia, y bajo su tutela continuó sus estudios en la capital.
En 1847, cuando apenas tenía 14 años, se contactó con quien sería luego su maestro, amigo y consejero, el marino estadounidense William Smiley, viejo lobo de mar, conocedor tanto de los secretos de la navegación como de las costas de Patagonia y Malvinas, donde se había dedicado a la caza de anfibios.
Con él, realizó viajes por las costas patagónicas, conoció el Canal Beagle y las Malvinas en 1852, cuando tuvo el ingrato deber de ir en búsqueda de los restos de Alen Gardiner y sus compañeros, en las arenas de Puerto Español. Más tarde, en 1857 lo encontramos asistiendo a una escuela de náutica en Estados Unidos donde habría completado sus estudios, si es que se puede decir que algún día se puede terminar el aprendizaje de las habilidades del mar.
A fines de la década está nuevamente en Argentina. Sabemos que por esos tiempos comenzó a navegar el Atlántico Sur y los canales fueguinos junto con Smiley y desde su base en la “Islet Reach”, sobre el río Santa Cruz, que luego denominaría “Isla Pavón”, se dedica a la caza de lobos marinos y al comercio con los aborígenes tehuelches. Tengamos en cuenta que en aquellos tiempos el territorio de la Patagonia estaba en disputa entre Argentina y Chile y estaba vigente un pacto de “mantener el statu quo” entre ambos países, por lo cual la presencia de Piedra Buena no podía revestir carácter oficial ya que se encontraba dentro de la zona en litigio. De todos modos, aprovechó su amistad con el cacique Biguá, quien acaudillaba a los tehuelches entre el río Santa Cruz y el Estrecho, a quien llevó a Buenos Aires con la intención de ganarlo para la causa argentina. Ambos visitaron al presidente Mitre quien designó a Piedra Buena capitán sin sueldo y le otorgó un permiso precario sobre las tierras entre el río Santa Cruz y el Atlántico y sobre la isla de los Estados. A Biguá le otorgó un grado militar del ejército argentino y el marino le entregó varias banderas de nuestro país para que flamearan en sus toldos. Durante ese tiempo, tuvo la oportunidad de auxiliar a la tripulación de dos navíos que habían naufragado en las costas de Tierra del Fuego y la Isla de los Estados.
En 1862 levanta en Puerto Cook, Isla de los Estados, un pequeño refugio para albergar a los náufragos que pudieran necesitarlo. También es en ese año que coloca una placa de bronce en el Cabo de Hornos donde afirmaba que allí finalizaba la soberanía de la República Argentina y que en Puerto Cook se daba auxilio a los náufragos. Al año siguiente compra a Smiley la goleta “Nancy” , rebautizada con el nombre de “Espora”, con la cual continuará con sus viajes por los mares australes. Ese mismo año, se incorporó a la Masonería, en la Logia Obediencia a la Ley Nº 13, lo que nos da ciertos indicios sobre las ideas políticas y filosóficas del marino
En 1868, por fin el Congreso le otorga en propiedad la Isla Pavón y la de los Estados (ley 269) y contrae matrimonio con Julia Dufour, hija de uno de sus colaboradores en el establecimiento de la Isla Pavón. Digamos que la primera vivienda del flamante matrimonio fue en la isla de los Estados, adónde habían viajado para instalar una pequeña factoría de aceite de pingüino y soltar algunas parejas de cabras para que sirvieran de alimento a futuros náufragos. Para esa fecha, compra un comercio, poco más que un boliche, en Punta Arenas, donde vende productos comprados a los tehuelches junto con otras mercaderías útiles para la navegación, además de despachar bebidas. Sus relaciones con las autoridades de esa ciudad siempre fueron de desconfianza mutua porque éstos lo consideraban un espía argentino y un sujeto sin duda molesto, ya que era el único ciudadano de nuestra nacionalidad que recorría y habitaba la Patagonia bajo la bandera argentina, que trataba con los aborígenes a quienes otorgaba nuestra nacionalidad y que de alguna manera consagraba antecedentes de soberanía en esta inmensa y deshabitada región. Independientemente de ello, el boliche nunca fue un éxito comercial, como todos los demás emprendimientos económicos que inició.
En 1873 ocurre uno de los hechos más memorables de su carrera. Su querida goleta “Espora” encalla en la Isla de los Estados y don Luis y sus compañeros se ven obligados a construir, con sus restos, un pequeño cutter de menos de 10 metros de eslora, al que bautizó “Lusito”, el nombre de su hijo mayor, y con el cual logró retornar a Punta Arenas con la tripulación completa. Durante dos años más continuó viajando con esta pequeña maravilla de la artesanía naval, que a pesar de haber sido realizado sin planos ni medidas, era capaz de enfrentar airosamente los mares más tormentosos del mundo. De todos modos, su situación económica, lejos de mejorar, empeoró, y según testimonios de la época, se dio a la bebida, quizá como parte de un estado depresivo general frente a sus sucesivos contratiempos. En 1875 vendió el barco y el boliche y se trasladó a Buenos Aires, llamado por el gobierno nacional que consideraba fundamental su opinión y asesoramiento ante el conflicto con Chile, que durante toda la década dominó las preocupaciones de nuestra cancillería y –como consecuencia no deseada– de nuestro ministerio de Guerra y Marina.
Después de esa fecha, tripuló su propio barco, el “Santa Cruz” y luego el “Tierra del Fuego”, que se dedicó al transporte con los establecimientos de la Patagonia, y en 1879 fue designado como instructor de la Escuela Naval al mando de la nave–escuela “Cabo de Hornos”.
En 1878 murió su primogénito, Lusito, y poco después, su esposa a causa de la tuberculosis. Piedra Buena, solo y enfermo, sólo encontraba consuelo en el mar y continuó sirviendo a nuestra marina, que lo reconocía con el cargo de Teniente Coronel y –por fin– con goce de sueldo. Digamos que de esa época es su más reconocido salvataje de náufragos, al asistir a los tripulantes del navío alemán “Dr. Hansen”, por lo cual fue condecorado por el Emperador de ese país.
En 1881 se firmó el tratado de límites con Chile y al año siguiente el gobierno argentino encomendó al italiano Giacomo Bove encabezar la primera expedición científica argentina a la Patagonia y Tierra del Fuego en la que Piedra Buena revistó como experto en los mares a relevar. Antes de partir hizo testamento, como si previera su próximo deceso.
Esta llegó, sin embargo, en agosto de 1883, cuando don Luis recién tenía 50 años, pasados en su mayor parte embarcado, reconociendo nuestras costas, asistiendo a náufragos y reivindicando nuestra soberanía sobre la desolada Patagonia. Murió en la pobreza pues jamás tuvo suerte en los negocios y sistemáticamente se negó a recibir recompensas por los muchos salvatajes que realizó a tripulaciones de todas las banderas. Se instaló en la Patagonia sin apoyo alguno del gobierno nacional y defendió nuestros derechos sobre ese tercio del territorio argentino negociando hábilmente con los aborígenes y firmemente con los chilenos, a pesar de que su representatividad como funcionario del gobierno era sólo simbólica. No le importó: su vida está orientada por una especie de intuición de que la soberanía sobre la Patagonia argentina dependía de su presencia en esas inconmensurables soledades y en ese sentido cumplió con su deber a pesar de tener que afrontar dificultades de todo tipo.
Por eso, si a alguien debemos que la Patagonia sea argentina –y ya veremos que lograrlo no fue tarea sencilla– fue al comandante Luis Piedra Buena, merecedor de nuestra eterna gratitud y nuestro más sincero homenaje.

(*) Historiador. Profesor de Historia.