Historias mínimas

Madrugada

26/02/2015
P
or Norman Munch

Madrugada. Silencio. Soledad. El vaso transpira, medio vacío, medio lleno, por ese hielo que se derrite. Casi a oscuras. Apenas la luz que devuelve la pantalla del televisor. Una vieja película en blanco y negro. “Casablanca”, adivina de reojo. Un café, nazis, Humphrey Bogart, Ingrid Bergman. Tócala de nuevo, Sam.
Unos metros más allá, en la habitación, ella duerme desnuda. Adivina su pecho subir y bajar acompasadamente. Quizás soñando.
Madrugada. Silencio. Soledad. Piensa. Siempre piensa. En el tiempo perdido, en el tiempo que corre. En el tiempo, constantemente. Ese tiempo que no perdona y al que por eso teme.
Teme olvidar. Porque olvidar es morir lentamente, de a poco, hasta llegar a ser un muerto vivo. Un desconocido que desconoce. Ni rastros del que fue, de lo que fue. Un cuerpo con el alma desconcertada, una mente sin recuerdos, una piel que ya no se eriza al contacto de otra piel.
Es decir adiós por siempre, aunque se siga estando. Adiós al pasado, al presente, al futuro. Adiós a uno mismo, a los otros.
Madrugada. Silencio. Soledad. Piensa. Ahora en ella. Y se estremece. Porque sabe que algún día no la tendrá. Y ruega que el destino sea misericordioso, que no sea cruel. Que no la haga olvidar. A nada, a nadie. Que recuerde todo hasta el final.
Que lo recuerde, que no lo olvide.
Madrugada. Silencio. Soledad. Bogart ve despegar el avión que en plena noche se lleva a su amada, y al hombre de su amada, rumbo a la salvación.
Él apaga el televisor, da el último sorbo dejando la marca de sus dedos en el vaso ahora vacío y se dirige a la habitación. Donde está ella, ajena a sus pesares, quizás soñando.

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