Historias mínimas

La peluquería del Negro

05/03/2015
P
or Norman Munch
O bien porque le pasó el dato alguna vecina o bien porque la descubrió al azar, lo cierto es que aquélla tarde mi vieja me llevó de la mano a Aristóbulo del Valle casi Juan del Campillo, a la peluquería del Negro.
Hacía poco que nos habíamos mudado a Rivadavia y la vía, mi porra había crecido considerablemente, y mi férrea resistencia a la tijera fue inútil ante la determinación de la Peti, que impuso su voluntad con un par de gritos y con la promesa de algún cintazo que nunca me dio.
En lo del Negro, bigote finito y peinado a la gomina con prolija raya al medio, que andaba por los sesenta y largos y siempre vestía una especie de guardapolvo blanco y moñito negro al cuello, el tiempo parecía haberse detenido.
Un par de sillones de hierro de esos que se subían a pedal, un arsenal de tijeras, peines y navajas, un afilador de cuero, brocha y espumas varias de afeitar, una talquera, la brocha para sacarte los pelitos tras el corte, un rociador de agua para mojar el cabello, un tarro de gomina, un cartelito con los servicios ofrecidos y sus precios, una mesita con El Gráfico, la Goles, algunas Gente y El Litoral del día, fotos en blanco y negro de Gardel, Pichuco y Julio Sosa pegadas en los bordes del espejo largo. Y en las paredes otras más grandes, algunas a colores, de viejas formaciones de Boca, de River, de Independiente, de la Selección, de Colón y de Unión. “De cuando el fútbol era fútbol”, como decía el Negro añorando lo que vio en los 40 y los 50.
Siempre, en un rincón del local, la mesa constantemente  ocupada por los “muchachos”, un grupete de jubilados que pasaban las tardes contando viejas historias de fútbol y debatiendo sin ponerse de acuerdo sobre orquestas y cantantes de tango. Y que obligaban al Negro a interrumpir su faena y dejar al cliente esperando un par de minutos cuando alguno cantaba flor, truco o falta envido. Siempre respetuosos, ofreciendo mates a mi mamá, yendo al kiosco a comprar una coca para mí, trayendo facturas de la panadería de la esquina, y si empezaba a caer la tarde algo de pan, salame y queso para una picadita.
Todo bajo el embrujo del monótono “chic chic chic chic” de la tijera, del “claka claka claka” de la maquinita que usaba para dar forma “a los contornos”, y del frío acero de la navaja con la que arreglaba los “detalles”.
Cuando terminaba me mostraba cómo quedaba el corte en la nuca con un espejo más chico, y yo ladeaba la cabeza de un lado a otro hasta que daba mi conformidad, como hacían los grandes.
Pasaron los años, el Negro mudó la peluquería a su casa y el tiempo siguió pareciendo detenido. Los mismos sillones, el mismo espejo, las mismas tijeras y navajas, las mismas fotos de tangueros y de equipos de fútbol, y los mismos amigos sentados en la misma mesa, aunque algunos lugares comenzaron a vaciarse. Entonces ya iba con mi viejo, que se había convertido en cliente un poco porque le gustaba cómo le cortaba y otro poco para escuchar unos tangos por una hora, hora y media.
El tiempo siguió corriendo y fuimos espaciando las visitas. El Negro iba perdiendo la vista y el pulso, nosotros nos dábamos cuenta y él se daba cuenta. Y cada vez le faltaban más amigos. Y el fútbol del bueno era un recuerdo cada vez más lejano. Y las fotos se fueron ajando y poniendo borrosas. Y los tangos sonaron más triste cada tarde. Y el Negro sufría, sabíamos que sufría.
Hasta que dejamos de ir y no supimos más de él.
Cerca de casa había abierto un “salón masculino”  con sillones aerodinámicos, cortadoras eléctricas, secadores, geles de colores, mucha iluminación, café aguado, la radio en FM a todo volumen y un par de estilistas atentos pero que no hablaban ni de tango ni de fútbol, y menos que menos jugaban al truco.
Todo muy moderno, muy prolijo y a la moda. Pero cada vez que entrábamos con mi viejo sentía que le daba una puñalada a la memoria del Negro y a mi propia infancia. 

 
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