Correo de lectores

Argentinamente

30/06/2015
E
l alboroto mediático que generó la reciente difusión del video tomado en la cabina de comando de un avión de Aerolíneas Argentinas, en el que se observaba cómo los pilotos –en medio de un jolgorio insólito– quebrantaron un sinnúmero de normas de seguridad que uno supone de riguroso cumplimiento, derivó en una catarata de comentarios de tono político. Esta fue una consecuencia inevitable, dado el carácter estatal de la línea aérea y el hecho de que su presidente, durante la campaña proselitista para las elecciones en la ciudad de Buenos Aires, había insistido en presentar como uno de sus principales atributos la gestión que venía llevando a cabo en esa empresa.
Sin embargo, es factible llevar la mirada hacia un plano distinto, quizá más abarcativo, que el de la arena política. Porque lo que se vio en la filmación fue, sin dudas, la demostración de una falta de profesionalismo de proporciones monumentales por parte de quienes tenían bajo su responsabilidad las vidas de los pasajeros. Cabe suponer que esos pilotos no sólo recibieron en su momento una capacitación con la excelencia necesaria como para hacerse cargo de un aparato tan tecnológicamente sofisticado y complejo como lo es un avión comercial, sino también que perciben una remuneración que supera holgadamente la media, lo cual concuerda con la elevada responsabilidad que la función implica. Para colmo, según muchas denuncias que saturaron las llamadas “redes sociales”, el caso –lejos de ser inusual– sería uno más de una larga serie de situaciones similares.
Es casi imposible no vincular este episodio con otro video conocido hace poco, que revelaba una inconducta profesional de características parecidas por parte de unos peritos judiciales abocados a investigar el escenario donde apareció muerto de un disparo un fiscal federal. Quizá al ver aquellas imágenes, los pilotos del “Vickygate” hayan experimentado sentimientos similares a los que ahora suscitan sus inexcusables desempeños.
Tiendo a pensar que estos dos casos, como tantos otros del mismo tenor, son manifestaciones de unas características que en cierto modo nos definen como sociedad: el desapego visceral a las reglas, esa idea en el fondo disparatada de que las normas son optativas, y la consecuente falta de condena social al comportamiento indebido. Se trata de un fenómeno que si bien no resulta nuevo (v.g., desde siempre, entre nosotros la evasión impositiva no ha sido “mal vista”) se está extendiendo peligrosamente. Es más: treinta o cuarenta años atrás quien incurría en una transgresión quizá trataba de ocultarla, mientras que hoy la inmortaliza en una “selfie” y la sube a Internet. Son dos aspectos de la misma hipocresía, es cierto, pero el descaro presente no deja de llamar la atención.
Una herramienta para torcer el rumbo decadente que estas y otras fuertes señales nos están marcando debería ser la educación, que en muchos aspectos no pasa precisamente por un momento de esplendor. Sin embargo, una encuesta nos acaba de indicar que sólo un 15% de la población considera que se trata de algo por mejorar, en un país en el que el propósito principal de la escuela ya no es proporcionar la instrucción y la formación necesarias para que los futuros ciudadanos dispongan de los conocimientos y las herramientas culturales para desarrollarse en la sociedad, sino brindar cierta contención y hasta el plato de comida que demasiados chicos no encuentran en sus hogares. Para no hablar de la promoción obligatoria de curso, a fin de no estigmatizar (…) a los alumnos que no alcanzaron los objetivos pedagógicos. Un país en el que los estudiantes toman colegios –frecuentemente con el apoyo de sus padres– para reclamar por mejoras edilicias, nunca para quejarse por los malos resultados en las pruebas PISA que revelan la baja calidad de la enseñanza que están recibiendo. Un país, finalmente, en el que una proporción de los ingresantes a la universidad no puede comprender los textos que lee.
En ese marco, y volviendo al principio, es posible que el “Vickygate” no haya sido la consecuencia de una deficiente gestión empresarial, sino el simple resultado esperable del comportamiento de unos pilotos que actuaron argentinamente.

Miguel A. Mastroscello


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