Punto de Vista

No desaparezcan

05/07/2015
P
or Gabriel Ramonet (Periodista de la redacción de el diario del Fin del Mundo)

El “duelo político” es una conducta entendible para un partido o un candidato que ha sufrido una derrota. En cambio el “derrotismo” es una exageración de ese duelo. Es la incapacidad de aceptar la condición de vencido y de aprender de ella. Y también la negación a cumplir el rol que las urnas impusieron después de una elección popular.
El duelo parece lógico para alguien desacostumbrado a las derrotas, que ha tenido una carrera política ascendente, y que ha estado cerca de llegar a la cúspide de sus aspiraciones personales en el terreno de su actividad.
La decepción, la tristeza, el cimbronazo de un mal resultado, deben sentirse todavía más dentro de los recintos herméticos, y por lo general distanciados de la realidad, que se producen alrededor de los funcionarios de alta jerarquía.
Esos grupos de la llamada “gente de confianza” o primeros anillos del poder, piensan que cuidan a sus líderes recreando una atmósfera de optimismo exacerbado, donde el pensamiento crítico suele transformarse en un estorbo. Son los que acceden a encuestas en las que siempre “gana el jefe”, o los que gustan coincidir con todo cuanto opine o decida “el señor” (o la señora) y los que pasan más tiempo hablando de ropas o peinados, que de estrategias de campaña.
Así, cuando acontece la derrota, todos caen juntos al abismo de los hechos inexplicables y las excusas a destiempo, colaborando en profundizar la crisis del líder político herido en su ego y en sus convicciones.
Es aceptable que en todo este período se produzca también una suerte de inmovilización. Nadie ha pensado a la derrota como una chance concreta y entonces no se sabe, tampoco, cómo actuar ante su consumación. Como el resultado es la evidencia de errores cometidos, ninguno está aseguro ahora de las decisiones que deben adoptarse. La consecuencia es la perplejidad y la quietud. Ya nadie aconseja y el líder se siente más solo que nunca.
Sin embargo, si el duelo se extiende más allá de lo razonable, comienzan a aparecen los peligrosos síntomas del derrotismo.
La grieta que se abrió en la confianza de un proyecto político, producto de un revés electoral, comienza a extenderse por las paredes de una gestión todavía inconclusa, por los muros de las estructuras partidarias y por los techos de las nuevas contiendas que restan por sobrellevar.
Son los líderes en primer término, y atrás suyo los colaboradores más estrechos, los responsables de detener el resquebrajamiento generalizado y refundar las metas del proyecto, antes de que sea tarde.
Las conductas negativas, como relajar la eficacia de una gestión porque ahora “que se arreglen los que vienen”, lejos de aportar soluciones, sirven para explicar los motivos de la derrota.
El buen líder debería, por el contrario, ponerse más exigente que nunca  con sus funcionarios y colaboradores, para demostrar compromiso con sus objetivos más allá de las contingencias. Y debería dejar de lado su orgullo herido para enseguida mostrarse como un nuevo posible ganador a futuro.
En definitiva, un buen líder debería ponerse al frente de una derrota, igual que lo hubiera hecho si le hubiese tocado el triunfo, porque el dirigente que no lidera derrotas, no es un dirigente.
Una vez puesto en esa actitud, entonces estará en condiciones de comenzar el necesario aprendizaje de la experiencia contraria a sus expectativas. Descubrirá entonces, que sus adversarios también atravesaron por procesos similares, y que se recuperaron en base a la constancia  y a sucesivas refundaciones personales y grupales. ¿Cuántas derrotas previas tenían sus contrincantes antes de alzarse con el triunfo actual?
El otro análisis imprescindible es el de los datos de la elección. Porque a veces un resultado esquivo en términos globales, esconde pequeñas “victorias” o datos alentadores en la segmentación por distritos, franjas etarias o estratos sociales de los votantes.
No obstante, tal vez el proceso más complejo que le queda por enfrentar a un líder o a un partido político derrotado, es el de asumir el rol de oposición que le han otorgado las urnas.
Por supuesto que no es sencillo para alguien que esperaba ocupar el sitial de las decisiones más trascendentes, pero de ningún modo se trata de una función que pueda despreciarse o dejarse vacante.
Las miles de personas que confiaron en el proyecto, merecen un liderazgo que contrapese las posturas oficialistas, aún en el disenso y mucho más todavía en condición minoritaria.
Porque si el oficialismo puede imponer su proporcionalidad mayoritaria, por ejemplo, en los órganos parlamentarios, es justamente en esos lugares donde la oposición deberá usar la voz como su principal herramienta de representación social.
Más totalitario que un partido mayoritario, es el partido minoritario que abandona su rol, y deja en manos del oficialismo, hasta la responsabilidad de convertirse en su propio contrapoder.
Así como a todos los que ganaron una elección, se les podrá exigir una serie de responsabilidades y de actos que deberán llevar a cabo, a los que perdieron también se les exige dejar de lado las nebulosas del derrotismo, levantarse entre el barro de los egos dañados, y asumir el rol de oposición. Solo así podrán demostrar cuáles eran sus verdaderas intenciones a la hora de postularse para ocupar un cargo.

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