Punto de Vista

Codo a codo

03/08/2015
P
or Gabriel Ramonet
(periodista de la redacción de El diario del Fin del Mundo)
Es uno de los gimnasios más grandes de la ciudad, pero los aparatos están pegados unos con otros. No se puede respirar sin compartir el aire con el ocasional vecino de ejercicio. Tampoco hay lugar para estirarse después de la rutina. Y la entrada, un pequeño cuadradito de suelo, apila personas que se rozan y se miran feo porque no tienen espacio para descambiarse, para dejar el abrigo, para acomodar los zapatos en el piso.
El conductor guía su auto como un león enjaulado. Sabe que tendrá una oportunidad, un segundo, un momento de fortuna. Si justo sale otro vehículo podrá meterse casi de prepo y ya nadie le quitará su paraíso de estacionamiento. Si la suerte no lo acompaña seguirá girando, subirá a un cordón, a la verada, a la incertidumbre de un sitio prohibido.
Filas de coches como gusanos multicolores que se van moviendo por espasmos, desde la cola hasta la cabeza. Hileras que colman las acotadas capacidades de bancos y oficinas públicas. Soldaditos que caminan por veredas y calles angostas, reducidas todavía más en invierno por adoquines y montañas artificiales de hielo.
Así como la distancia parece ejercer una influencia definitiva en el comportamiento colectivo de los habitantes de Ushuaia, o como el desarraigo condiciona desde las relaciones sociales hasta la vida institucional, me pregunto si la falta de espacio no es la fuente de cierto malhumor perpetuo y acaso también inconsciente.
Desde que nos levantamos hasta que nos vamos a dormir, los ushuaienses competimos todo el tiempo por dominar pequeños lugares, en una especie de guerra territorial por la supervivencia urbana.
Claro que la batalla más evidente de todas es la habitacional. Gente que invierte sueldos enteros en alquileres de pequeñas casillas, dueños que construyen en el fondo para cobijar a sus familias crecientes, resignados que se adentran el bosque para construir sus propias viviendas, siempre reducidas y pegadas a otras similares, habitaciones superpobladas y ventanas que dan a otras ventanas.
Pero no pugnan por el espacio solamente los que buscan casa o terreno. Todos guerreamos permanentemente por ese lugarcito que no está, que no alcanza, que nos obliga a pretender el espacio del otro.
Dos carritos de supermercado se encuentran por el pasillo angosto que dejan las góndolas. Uno retrocede o su dueño pega la nariz contra los frascos de mayonesa para que el tránsito no se interrumpa.
El restaurante no tiene mesa disponible, o la que hay está pegada al baño o a las mesas de al lado. La gente choca las valijas en el hall del Aeropuerto, después de haber dejado el auto afuera del estacionamiento, al lado del agua. Y los clubes sin sedes comparten los gimnasios comunes, lo que les quita arraigo e identidad, y los colegios reciclan fábricas o galpones abandonados, y los poderes públicos funcionan en antiguos hoteles. O en nuevos departamentos, siempre chiquitos, separados por placas de durlock, con empleados formando una cadena de codos que se tocan.
Casi no hay edificio, ni parque, ni calle, ni vereda de Ushuaia a la que le sobren cuatro baldosas. No hay espacio entre nosotros mismos, como si la montaña estuviera avanzando hacia la costa y nos empujara cada día un poco más al mar.
Como es algo de todos los días, como es parte de nuestra naturaleza, no vivimos la falta de lugar como ninguna singularidad. Hemos aprendido a vivir “codo a codo”, disputando el espacio como si fuera parte de las actividades vitales.
Uno lo nota al llegar a Río Grande, dentro de la propia provincia, donde otros problemas serán parecidos, pero la vista descansa en el llano que va desde una acera hasta la otra, en los enormes espacios verdes y hasta en las, a veces, exageradas superficies cubiertas de los negocios.
¿Cómo influirá el hacinamiento urbano en el comportamiento social de los habitantes de un lugar? ¿Generará tensiones adicionales, desapego, malhumor? ¿Será este un fenómeno consciente, o quizá sólo vemos hasta ahora las manifestaciones que ocasiona sin entender su origen, sin preocuparnos por su significado?
Y ya que estamos. ¿No será momento de dejar de describir cómo la gente se jubila y se va de la Isla, o sueña con regresar al Norte, para comenzar a entender por qué vivimos aquí resignados a las peores condiciones, sin capacidad aparente para modificarlas, y subsumidos en problemas de cuarta categoría como si fueran los realmente importantes?
Con todo gusto me quedaría pensando, pero por razones de espacio, está nota ha sido acotada por el editor y debe terminar aquí. Por un lado es mejor, así dejaré de entretenerme en deducir los efectos de la falta de espacio en el comportamiento social, y  podré disputar con más tiempo un lugar para estacionar el auto.

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