La fuga según León, por Carlos Zampatti
Cuarta parte

La fuga según León, por Carlos Zampatti

01/12/2005
R

esumen de lo publicado. León Medina, preso por la justicia militar, se fugó de la alcaidía de Ushuaia en enero de 1977. Tras eludir a sus perseguidores en Tierra Mayor, en el Paso Garibaldi y en el aserradero Laguna Escondida, en un rancho de leñadores consigue que le den comida y descanso. Más allá de Tolhuin, se pierde en el bosque al tratar de rumbear hacia el oeste, por lo que decide continuar por la ruta 3 para no perderse nuevamente.


Cerca de la medianoche del sábado, en su octavo día de fuga, llegó a la ruta y comenzó a caminar hacia el norte. Poco después, en un arroyo, tratando de tomar agua en la oscuridad, se resbaló por su barrancosa costa, sumergiéndose hasta la cintura. Totalmente embarrado, caminó aguas arriba hasta un precario puente de madera para beber en esa zona donde el agua no se hubiera enturbiado por su chapuzón. Allí fue que vio flotando un recipiente plástico, con tapa a rosca. Era la caramañola que necesitaba: lo limpió bien y le fabricó un asa con los últimos cables que le quedaban.
Continuó su marcha y al amanecer tomó el desvío de la ruta h, que lo llevaría hasta Yehuin. Allí cerca durmió un rato, para lo cual se preparó un refugio con troncos y ramas a fin de guarecerse de la fuerte lluvia que se había largado. A media tarde siguió su travesía pasando por la estancia Indiana y, de noche ya, llegó a las cercanías de la estancia Rivadavia, en donde acabó con los últimos vestigios de la comida que le había preparado la joven del Milna.
A medianoche dejó de llover, lo que le facilitó el tránsito, pero el dolor de sus ampollados pies y el sueño hicieron bajar su ritmo de marcha. Ya a media mañana estaba en las cercanías del aserradero Parún, casi a orillas del lago Yehuin, y decidió no arriesgar más, metiéndose en el bosque. Entre dos grandes árboles caídos se preparó un refugio para descansar cubriéndose el cuerpo y la cabeza con corteza de troncos. El  ruido del avión de la Gobernación que (lo supo días más tarde) llevaba policías al destacamento de Los Cerros, unos kilómetros más adelante, rompió el silencio del mediodía de ese tranquilo domingo.
Más tarde, un preocupante ruido de ramas quebradas lo despertó, y cuando abrió los ojos pudo observar, sobresaltado, la panza de un perro que saltaba por encima de los troncos que le servían de refugio. El perro también lo vio y se detuvo en seco cuando aterrizó del otro lado del tronco. Se dio vuelta, lo miró un instante y, en silencio, siguió su marcha, sin prestarle atención. Inmediatamente, León escuchó más ladridos y de reojo vio un paisano a caballo recorriendo el alambrado que estaba cerca del precario refugio. Aliviado, comprobó que el hombre no advirtió su presencia.
A media tarde continuó la marcha y ya a medianoche, cerca de la estancia Miramonte, cruzó en tirolesa, aprovechando un alambrado que lo cruzaba, el crecido río Fuego, en cuyas orillas decidió dormir bajo una lluvia que, una vez más, lo tenía totalmente empapado.
La precipitación calmó casi al amanecer y continuó su marcha hasta encontrar la ruta f que lo condujo hacia la estancia Rubí, desde donde se dirigió a la Dos Hermanas, a la que llegó luego de perderse nuevamente, lo que lo obligó a caminar varias horas extras.
Siguió con destino a la estancia Marina, y, luego de varias horas, un lejano ladrido de perros le señaló la existencia de un lugar habitado. Cuando desde una lomada comprobó su ubicación, comprendió que se hallaba nuevamente en la estancia Dos Hermanas. Era la segunda vez en ese día que se extraviaba, cargando con kilómetros inútiles que lo desgastaban físicamente, ya que, además, sin comida, ingería sólo agua.
Volvió a partir, caminando toda la tarde, tratando de corregir su tendencia de girar a la derecha, hasta que con las últimas luces diurnas llegó a un pequeño cerro desde donde entrevió unas casas. Cuando llegó a ellas comprobó que se trataba de la estancia… ¡Dos Hermanas!
Era la tercera vez que se extraviaba en una misma jornada. Aquello ya era demasiado. Decidió entonces enfrentarse con su suerte y pedir comida en ese lugar, pero al llegar al galpón de esquila, la visión de un perro ahorcado y colgado en un alambrado lo estremeció. No era un buen presagio.
En el galpón la actividad era febril pues estaban en plena esquila. Se identificó ante el capataz, quien lo recibió con una mueca de desagrado, y le dijo que lo esperara porque iría a buscar al patrón. Luego de un rato llegó con el dueño de la estancia en una camioneta. Este hombre bajó del vehículo, y alumbrado por los faros, le disparó a quemarropa con un arma que llevaba en la mano.
León reaccionó con agilidad corriendo en zigzag hacia la parte trasera del galpón, donde luego de saltar a la carrera un alambrado, continuó su trayecto hacia las sombras protectoras del bosque, mientras su agresor descargaba inútilmente su revólver contra él. Finalmente llegó a una elevación desde donde vio cómo la camioneta partía rumbo a Río Grande. Poco después hicieron lo mismo los esquiladores, ya que, como protesta por la acción contra León, abandonaron sus tareas sin terminar la zafra.
Siguió por el camino haciendo un esfuerzo supremo por la debilidad acumulada en los dos días de hambruna. Horas después vio las luces de la caravana de vehículos policiales que iban a la estancia en su busca.
Anduvo toda la noche, y las primeras luces de ese martes encontraron a León en las cercanías de la estancia El Rodeo, en donde luego de caer exhausto por el cansancio y recuperar fuerzas, pudo observar, debidamente oculto, que en ese lugar se había constituido un centro de operaciones para su captura.
Decidió no arriesgarse durante ese día y en una loma arbolada, un tanto retirada de la estancia, construyó un refugio en donde descansar. A mediodía dos policías a caballo, y a media tarde otro más, pasaron muy cerca de él sin detectarlo, lo que demostraba la calidad del camuflaje del cobijo. Finalmente, ese atardecer la brigada se retiró, por lo que el silencio ganó toda la zona.
Fue en ese instante que escuchó por primera vez el ruido de un hacha golpeando a lo lejos. Allí, pensó León, había un hombre que podría ayudarle; al día siguiente lo buscaría, ya que de noche le sería muy difícil encontrarlo.
Avanzada la mañana volvió a escuchar el golpeteo del hacha que tanto lo había ilusionado. Guiado por el sonido llegó hasta el hombre que estaba cortando leña acompañado por un enorme perro. Aprovechando un alto del hachero lo saludó con un "buenos días, caballero". El hachero, chileno, se sonrió, fue a su encuentro y le estrechó la mano, sin necesidad de averiguar quién era el recién llegado.
Lo invitó a su campamento y no sólo le cocinó un sabroso estofado, sino que lo ayudó a limpiar las diez llagas de los pies, algunas en carne viva. Mientras escuchaban música en una vieja radio, charlaron largamente en un clima que semejaba más al de un padre atendiendo a su hijo que a un encuentro entre desconocidos. El calor humano de este encuentro hizo reconciliar a León con sus semejantes
Crédulo, León confiaba demasiado en el apoyo que le daría la gente, ya sea de este lado como del otro del límite internacional. Pero en la Argentina del Proceso y de la insolidaridad hacia los que eran marcados como subversivos porque "algo habrán hecho", los únicos que hasta ese entonces lo habían apoyado fueron chilenos.
Si bien el hombre le ofreció comodidades para quedarse esa noche, León decidió continuar la marcha hacia su libertad. Entonces le regaló un par de botas de goma nuevas, a las que convirtió en una especie de sandalias luego de agujerearlas en los lugares donde Medina tenía las heridas. Le dio además tres pares de medias, aparte de la comida que preparó especialmente.
Ya casi de noche comenzó su marcha hacia la estancia Marina, acompañado un buen rato por el hachero. Ya solo, continuó en zigzag, dando rodeos para protegerse de la vigilancia eventual de los policías.

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