Reflexiones y palabras

Los silencios del ruido

17/05/2012
P
or Jorge Navone
www.jorgenavone.com.ar

RUIDO: (Del lat. Rugĭtus). 1. M. Sonido inarticulado, por lo general desagradable. 2. M. Litigio, pendencia, pleito, alboroto o discordia. 3. M. Apariencia grande en las cosas que no tienen gran importancia. 4. M. Repercusión pública de algún hecho. 5. M. Ling. En semiología, interferencia que afecta a un proceso de comunicación.
Hoy, la sustancia es el ruido. Como el aire, se cuela en cada segundo de nuestros días, al punto de que a veces, ya no lo registramos. El perro del vecino que ladra como respira; la música del preadolescente que invade con su celular todo el colectivo; la radio que en cualquier negocio tapa generalmente la voz de quien nos atiende.
El murmullo que acompañaba la charla en un bar, hoy en día es griterío. Estruendo que busca hacerse oír por sobre la infaltable televisión, radio, o música que también allí existe, supuestamente para acompañarnos. Hasta la risa para ser cierta, pareciera, debe ser estridente. Y el festejo, y la queja, y la proclama.
Si algo define a nuestra época, es la inmensa y abrumadora cantidad de ruido que nos envuelve. Las ciudades tienen un estruendo que poco a poco y globalización mediante, se ha ido imponiendo hasta en los pueblos más chicos. Así como antes las grandes urbes se veían de lejos por el resplandor de sus luces, hoy podría decirse que se escuchan. Como un bosque tecnológico, un ladrido monocorde, un quejido carraspeado. Un constante rumor grave y pesado emana de nuestros días, rodeándonos. Inmerso en un mar de otros, pareciera que el hombre tiene la imperiosa necesidad de hacerse notar, y lo hace precisamente, con ruido.
Siéntalo, seguro que en este instante lo envuelve, o lo hará de un momento a otro.
Pero hay más ruido, mucho más que este “sonido inarticulado por lo general desagradable” que se transformó en la música de fondo de nuestros días. Más sutiles pero quizás más contundentes, otras acepciones de esta palabra cobraron fuerza, convirtiéndose en poderosas disonancias.
Como cáscaras de nuez en el mar, día a día somos golpeados por olas de ideas ajenas, “apariencia grande de cosas que no tienen importancia” ni relación directa con nosotros. Marcan la agenda de nuestras angustias y preocupaciones, aún el horizonte de nuestras metas, temas bombardeados desde los medios masivos de comunicación (incluyendo la aparentemente anárquica y libre internet), sea a través de todo tipo de noticias, publicidades, o informaciones de dudosa procedencia. Así, algo afuera de nosotros nos dice qué pensar, cómo pensar, qué desear, qué es posible de ser soñado, y lo que es peor, nos muestra de mil maneras, las drásticas consecuencias de no hacerle caso.
Ese ruido poderoso, unidireccional aún en todas sus vertientes, se ve incluso replicado con exactitud en miles de voces que corean como análisis y pensamientos propios, los titulares de los diarios, los refranes de autoayuda, los decires de moda, multiplicando un eco inarmónico y ajeno, apropiado a fuerza de repetición.
Apabullados por lo que mencionan importante, deseable, lógico y justo; atribulados por la constante visión de entronizadas vidas ajenas, el ruido que proviene de esas voces nos habla de cosas que no solo no están, que no son propias, sino que además, y paradójicamente, nos impide conectarnos con nosotros mismos.
Así, ese un ruido gigantesco y continuo que no solo genera el aturdimiento de nuestros sentidos, sino también la saturación de nuestro entendimiento, nos convierte en víctimas fatales del peor de los silencios provocados por él mismo, el silencio que mutila y ocluye, que aplasta: el silencio de nuestra propia voz.
Aplastados de interferencias, vagamos por los días como zombis, incapaces de diferenciar nuestros propios deseos de las publicidades; de avanzar en nuestros sueños en lugar idiotizarnos con programas que lo nombran mediocremente. El ruido nos calló.
Hay, sin embargo, otro silencio posible.
Un silencio que no ocluye, sino que estimula. Un silencio, que a diferencia del que provoca ese ruido que nos enmudece, multiplica la potencia de nuestra propia voz. Un silencio que nos permite escucharnos y escucharse, generando así discursos nuevos y propios, auténticos y no clonados. Un silencio que nos instaura en toda nuestra humanidad, y en lo de único e irrepetible que esta condición nos ofrece, siempre.
Para alcanzarlo, para empaparnos de ese silencio que nos habla mejor que nadie de nosotros mismos, para inundarnos en él al fin de nuestra propia voz, deberemos precisamente, callar nosotros al ruido, antes de que este nos calle.
Debemos anular (o al menos regular) la interferencia de los que creen, tienen el poder de decirnos qué pensar. Debemos animarnos a enfrentar nuestra propia mirada del mundo, sabiendo que no por distinta será mejor, no por única será excluyente, pero precisamente por eso será siempre propia, y al serlo, nos hará quienes somos en verdad.
Porque quizás, solo quizás, si salimos del silencio que el ruido crea para vivir en el que nace cuando él se va, podremos reconocernos uno, y al fin así aceptar al otro como tal. Y en un hermoso juego de ida y vuelta, aprendamos definitivamente a respetar(nos).