Historias mínimas

La última batalla

22/08/2013
P
or Luciano Cabezas

Caía el sol, el comandante no venía aún. Ya eran las seis de la tarde y el batallón de soldados ya estaba alistado desde hace tiempo, esperando minuto a minuto que se abriera la tapa de la caja de zapatos para rápidamente entrar en formación y ocupar las trincheras que habían quedado en el piso de la habitación, que eran vestigios de batallas anteriores. Estas trincheras habían resistido la tempestad de la escoba de mamá, y hasta habían superado el intento del hermano mayor de ordenar los juguetes tirados. Eran fuertes, indestructibles. Habían sido construidas bajo la ingeniería del comandante, que llevaba a cabo su plan, y armaba verdaderos conflictos bélicos.
Los soldados no sabían muy bien porqué peleaban, a veces de un bando, a veces del otro, a veces mezclados. En realidad eran amigos, dormían juntos en la misma caja, apilados entre cañones y algún jeep, cada tarde esperaban la llegada del comandante para responder a sus órdenes.
Era una revolución cuando él entraba al campo de batalla. Tiraba la mochila del colegio, como abandonando el proceso de madurez, para poner un alto al tiempo, resistiéndose a crecer, no queriendo nunca dejar de jugar. Es ahí cuando la tapa se abría, se desplegaba el ejército, y bajo los últimos pero eternos rayos de sol que entraban por la ventana, las trincheras se llenaban, las paredes se volvían horizontes, el techo nubes, la cama montañas, los zapatos tirados ruinas. Cada cosa cada día tomaba forma en un mundo mágico, solo entendido por él, ajeno a todo, preocupado por sus soldados. Ruidos extraños podían escucharse, eran tiros, cañonazos, bombas, todas salían del mismo lugar, de la boca del comandante. Pero bien se ambientaban en el conflicto. Uno podía pasar y verlo, chiquito lleno de rulos, tirado en el piso como midiendo el tiro de los franco tiradores, o apuntando los cañones. Era su mundo.
Hubiera sido una batalla eterna, de no ser porque por más fuerza que él hiciera, el tiempo pasaba igual y había que ordenar. Pero no importaba, fácilmente inventaba otro conflicto para desatar alguna otra guerra, cualquier tarde por esos días.
Qué dura la vida del soldado, abocado exclusivamente a responder a su superior. Condenados a dormir en esa caja, y cuando vinieran las ganas de jugar estar ahí, siempre listos. Tardes enteras, entre misiles y granadas, solo interrumpidas para tomar la leche y seguir. Entre condecoraciones a la valentía de algunos y planeando alguna misión para el día siguiente, un verdadero ejército era dueño de la feliz infancia de mi hermano menor.
Pero algo pasó. En cada batalla se podía notar que el comandante venía más tarde, o no venía. Cuando lo hacía, ya no duraban tanto como antes. Las trincheras se fueron derrumbando de a poco, aquella obra de ingeniería que tantas veces resistió tempestades, comenzaba a caer. Eran menos los reclutados en los conflictos, a veces quedaban tirados en el campo, para luego ser amontonados en un rincón. Ya no peleaban. Solo servían para eso, y ya no peleaban. Por más que los soldaditos se organizaran, poco a poco fueron perdiendo su líder, por lo que seguramente decidieron colocarse todos de un mismo bando. Los francotiradores, los tenientes, los cabos, los de la cruz roja, tanques, jeeps, trincheras, todos formaban parte de un mismo bando. Los que antes se peleaban, ahora estaban unidos, tenían que enfrentar la más dura batalla de todas. Recuperar al comandante.
Cobraron vida propia, realmente comenzaron a salir solos de la caja de zapatos. Nunca nadie los vio, pero organizados salieron a conquistar lo que el tiempo y la inminente madurez de su jefe, les habían robado. Se encontraron con un mundo gigante, empezaron a entender que no eran reales, que el mundo no era mágico y poco a poco descubrieron que el horizonte era una pared, que el cielo era un techo, y que las montañas eran una cama en una habitación de una casa cualquiera. Recibieron un durísimo golpe que los hirió de muerte, descubrieron que ya no tenían la fuerza que tantas tardes describía campañas épicas. Se entendieron como juguetes, como juguetes viejos. Y como tales, ahí se quedaron para siempre.
Fieles a su esencia y para lo que fueron hechos, están siempre alistados, están ahí, yacen bajo esta tapa. Hubo una última vez en que fueron usados, hubo una última vez en que fueron guardados, tal vez ni siquiera por él, tal vez por su mamá juntando juguetes viejos. Habían perdido al comandante, de estar vivos, se habían convertido en soldaditos de plástico, inmóviles. La última vez que lo vieron, comenzaba a cambiarle la voz, sus rulos se desarmaban, pasaba por al lado del batallón como si no existieran, y no había esperanzas. Es que un día se fue, y no había prometido volver.
Si hubieran sabido hablar, habrían dicho tanto... Si realmente hubieran sabido disparar, quizás habrían ganado esa batalla, la última batalla, la más importante. La batalla contra el tiempo.
Sin embargo, existe una caja de zapatos, llena de soldaditos vencidos. Nadie nunca más armo sus trincheras, quizás ya no tengan ganas de pelear, pero fieles a su comandante, esperan sin esperanzas, presos del paso del tiempo, que alguna vez se abra y sean convocados por él, para librar la gran y última batalla. La batalla contra los años, la batalla contra el olvido.

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