Historias Mínimas

Una historia de miedo

31/10/2013
P
or Norman Munch

Detrás de ese muro de ladrillos se escondían historias siniestras. De almas en pena, de fantasmas errantes, de muertos vivos, de muertos sufrientes, de traiciones, de venganzas juradas y consumadas.
Para nosotros no era más que un inmenso baldío en el que habíamos armado una canchita en la que todas las tardes, de lunes a lunes, andábamos detrás de una pelota y del sueño de jugar en Primera.
Pero algo de cierto debía de tener porque invariablemente, a eso de las siete, a más tardar siete y cuarto, nuestras madres comenzaban a llamarnos a los gritos desde el otro lado del muro. Eran voces acuciantes, temerosas, cada vez más urgentes a medida que llegaba esa hora incierta en la que el día no termina de darle paso a la noche, en la que el bien y el mal parecen trenzarse en una lucha interminable bajo cielos rojo sangre en los que soles moribundos comienzan a ser recuerdo.
Las viejas de la cuadra, siempre en voz baja, lamentaban la suerte de algunos pocos valientes que habían osado internarse en esa sucursal del infierno más allá de medianoche, y no habían vuelto para contarlo. Y se persignaban más con temor que con resignación, como tratando de ahuyentar los malos espíritus. Hablaban de aquelarres, de ofrendas humanas, de la parca rondando por el lugar guadaña en mano, esperando el paso de algún forastero desprevenido que acortara camino por el baldío rumbo a la avenida.
“Ni se te ocurra meterte de noche en el baldío”, me advertía mi mamá cada vez que preguntaba sobre las historias que daban vuelta por el barrio. “Hacéle caso a tu madre”, me aconsejaba mi papá. Las mismas respuestas recibía el resto de la barrita ante la requisitoria.
Hasta que hartos de evasivas y de la mano de nuestro espíritu aventurero, decidimos que era hora de comprobar qué tenía de cierta esa espeluznante fama del baldío.
Un sábado a la noche, aprovechando la confusión que reinaba en una de las peñas que habitualmente se hacían en la escuela para juntar fondos para la cooperadora, nos escapamos sin llamar la atención mientras la maestra de música entonaba Zamba de mi Esperanza y enfilamos para el baldío.
Estábamos a una cuadra cuando nos dimos cuenta de que en plena noche cerrada, un resplandor amarillento parecía elevarse desde el misterioso terreno. Nos miramos entre todos, sin decir palabra asentimos y seguimos adelante, mientras Chochugo lo manoteaba al Turquito Salomón para que no reculara y se hiciera humo.
Entramos casi en puntas de pie, nos sentamos en ronda en el medio de la canchita, y para estar a tono con la situación el Negro Moreira empezó a contar historias de terror.
La de la chica rubia que se hizo llevar por el colectivero hasta el frente del cementerio porque vivía por ahí cerca, y se metió al camposanto atravesando un paredón. La de la estudiante de la facultad que hizo dedo a un camión para que la llevara, y cuando el camionero fue hasta el pueblo a devolverle el saquito que se había olvidado en la cabina, se encontró con que la piba había muerto atropellada en esa misma ruta un tiempo atrás. La del tipo que bailó toda la noche con una mujer hasta enamorarse, y cuando al otro día fue a la casa a buscarla le dijeron que la Estercita había muerto tres años antes. La del fantasma que noche de por medio cruza la plaza de un pueblo ignoto sosteniendo en sus manos su propia cabeza, arrancada quien sabe dónde y cuándo. La del tipo que se murió y cuando fueron a abrir el cajón para cremarlo apareció boca abajo, con las manos ensangrentadas y las uñas arrancadas de tanto arañar la tapa del féretro. La del novio que cuando despertó en su lecho tras su noche de bodas encontró a su lado el esqueleto de una mujer vestido de blanco, con una reluciente alianza en uno de sus dedos huesudos y un ramo de rosas frescas entre sus manos. La del general que todas las noches era despertado por los espectros de sus soldados, quienes le reprochaban haberlos mandado a la muerte en una batalla perdida de antemano.
A medida que el Negro Moreira avanzaba con los relatos empezamos a mirar por encima de nuestros hombros, intuyendo que algo iba a pasar. Y cada tanto nos sobresaltaba una misteriosa ráfaga de viento helado, algún llanto apagado, figuras indefinidas que adivinábamos entre la tupida maleza que rodeaba a la canchita, luces breves que se prendían y apagaban allá en el confín del baldío, algún silbido corto y agudo, alaridos aterradores.
Fue Marito el primero que se avivó y pegó el grito, y entonces vimos que desde el yuyal emergieron a la carrera cuatro o cinco sombras animalescas, negrísimas, y vimos lo que parecían ser ojos amarillos y chiquitos, fauces abiertas y babeantes, dientes afilados, garras larguísimas. Y corrimos como alma a la que se la lleva el diablo, sin mirar atrás, sintiendo un vaho caliente deslizarse por nuestros cuellos.
Llegamos a la escuela cuando la maestra de música arreciaba con la López Pereyra. Recién ahí hicimos el recuento, estábamos los ocho y cada uno se fue con los viejos tras jurar que lo que había pasado quedaba entre nosotros.
Pasaron los días y dejamos de ir a jugar a la pelota al baldío, ante el asombro de nuestros padres. Recién retomamos la rutina cuando Manolo descubrió otra canchita a un par de cuadras de la carnicería de don Tito.
Veinte años después me sigo cruzando de vereda para no pasar junto al muro de ladrillos que protege a ese infame baldío y no puedo evitar que un súbito escalofrío me erice la piel, mientras siento que un par de ojos amarillos se clavan en mi nuca.

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