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Pablo Nardi
No es nada raro que cierto sector de la población lectora (de literatura) tenga un gran prejuicio con las novelas históricas. El fenómeno no es injustificado; muchas veces se trata de autores cuyo máximo fin es retratar y hablar sobre un momento específico de la historia. De algún modo, esto puede emparentarse con esa idea falsa de que el mayor mérito de una obra literaria es la denuncia social (recordemos a aquellos viejos profesores que nos instaban a leer Madame Bovary porque pone de manifiesto la estupidez y la falsa moral burguesa). Pero ya lo confirmaba Nabokov en sus clases: la belleza de la literatura no radica en la fidelidad del retrato. Las ediciones de las novelas históricas con frecuencia suelen ser llamativas para captar la atención del cliente casual en la librería; los diálogos y personajes no hacen demasiado esfuerzo por escapar al pozo del lugar común, trama predecible, etc.
Como en toda generalización, hay casos que no suscriben a ella. La tierra del fuego, recientemente reeditada por la editora provincial, de Sylvia Iparraguirre, es un buen ejemplo. Estamos hablando de una novela histórica que aborda la vida del famoso Jemmy Button, el yámana que fue civilizado y llevado a Londres por tres años. Después de vanos años escolares tratando de aprenderlo de memoria, es la primera vez que puedo entender exactamente quién fue y qué pasó con Button. Pero si el valor de la novela se concentrara en ese logro, no habría gran mérito. Lo realmente importante es que La tierra del fuego, como Anna Karennina, como Shakespeare, como Oscar Wilde, habla de la condición humana. Y esa, permítanme decirlo, es la mayor aspiración que puede tener una obra literaria.
El narrador ficticio de esta novela es un hombre mayor, nacido en la llanura pampeana, de padre inglés y madre criolla. Se llama Jack Guevara. Fue parte de la expedición que conoció a los yámanas en los confines del mundo y estuvo en el barco que se llevó a Button. Las autoridades inglesas le piden a Jack que escriba sobre su relación con Jemmy, así que decide redactar una carta, que para nosotros vendría a ser el comienzo de la novela y reconstruye todo lo que pasó. Con una prosa exquisita, Iparraguirre plantea desde varios ángulos el problema de la identidad: Jack odia y a la vez admira aquella Londres tan distinta de la llanura; habla criollo e inglés; toma de su padre el amor a los libros pero aprende a domar caballos como todo buen gaucho; Jemmy pasa tres años en Londres y se acostumbra con sorprendente rapidez, pero apenas lo devuelven a su patria se saca la ropa y retoma el estilo de vida que siempre tuvo.
Hay escenas absolutamente inolvidables. Me viene a la mente aquella en que Charles Darwin discute con el Capitán Fitz Roy sobre la rigurosidad científica, o aquel otro momento en que el Capitán le explica a Button, cuando estaban en Londres, qué es el dinero. Toda obra de arte tiene un clímax; en este caso es cuando Jemmy vuelve a su patria vestido, portando guantes y sombrero y se encuentra con su familia. Así como hay escenas inolvidables, también hay obras inolvidables. La tierra del fuego es una de ellas.