Repasando la Historia

El estrepitoso fracaso del primer intento evangelizador en los canales fueguinos

10/09/2014
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or Lucas Potenze (especial para El diario del Fin del Mundo)

Cuando el bergantín Beagle abandonó el puerto de Plymouth en la Navidad de 1831, ninguno de sus tripulantes podía imaginar las cosas extraordinarias que tendrían su origen en ese viaje, aparentemente una simple expedición de reconocimiento de las costas del Hemisferio Sur, que había estado a punto de ser suspendida por cuestiones de presupuesto de la Marina Real: Ni FitzRoy supondría que aquel viaje duraría nada menos que cinco años y que sería reconocido como uno de las expediciones científicas más importantes del Siglo XIX, ni que su barco, un sencillo bergantín “planero” (destinado a realizar planos) de poco menos de 30 ms. De eslora, habría de quedar inmortalizado tanto en la historia de la navegación como en la toponimia de uno de los canales más renombrados del planeta. Tampoco podía saber que aquella circunvalación le daría un inmenso prestigio que lo llevaría a ocupar una banca en el Parlamento, desempeñarse como gobernador de Nueva Zelandia y retirarse finalmente, tras fundar el primer Servicio Meteorológico de la Marina Británica, con el grado de vicealmirante. Charles Darwin, entonces apenas un joven de 22 años que ya había abandonado dos carreras y que había obtenido el cargo de naturalista de la expedición más por la influencia de su tío y la recomendación de su profesor John Stevens Henslow que por los méritos que aún no había demostrado, tampoco podía imaginar que ese viaje le abriría la mente y le enseñaría a mirar la naturaleza con un criterio absolutamente original que finalmente lo llevaría a enunciar la teoría sobre el origen y la evolución de las especies que revolucionaría las ciencias naturales desde sus raíces; y respecto a los tres jóvenes fueguinos que volvían a su tierra, nadie puede más que hacer conjeturas sobre qué podía pasar por sus cabezas, al abandonar la Inglaterra en que habían vivido durante un año vistiendo ropas para ellos absurdas, escuchando un extraño idioma, aprendiendo sobre un desconocido Ser Superior del que debían convertirse en apóstoles y visitando a personajes tan fuera de lo común como los reyes del imperio más grande del mundo.
Junto a ellos, viajaba una tripulación experimentada y orgullosa de su nave, en su mayoría veteranos del primer viaje al Atlántico Sur, y cientos de cajas y cajones que colmaban las bodegas con los instrumentos de observación de Darwin y los regalos y donaciones que nobles almas de la vieja Inglaterra habían entregado para la colonia cristiana que FitzRoy pensaba fundar en los canales fueguinos, para lo cual viajaba también su primer apóstol, el joven catequista Richard Matthews quien se había ofrecido como voluntario para apoyar las tareas de evangelización que se llevarían a cabo con la ayuda de los tres fueguinos a quienes se consideraba ya catequizados.
Se cuenta que en algún momento de la travesía, FitzRoy evaluó la conveniencia de casar a Fuegia Basket con Jemmy Button, siguiendo lo aconsejado por la Iglesia Anglicana, que consideraba que el estado ideal del predicador era el matrimonio, pero el joven rechazó la propuesta, ante lo cual la buena de Fuegia, quien tendría a la sazón entre diez y once años, fue unida en matrimonio, sin pompa ni ceremonia, con el hosco y malhumorado York Minster, quien por lo menos pertenecía a su mismo grupo étnico.
Por fin y tras un año de travesía el cual no faltaron estudios cartográficos, geológicos, biológicos y antropológicos que tanto FitzRoy como Darwin volcaban cuidadosamente en sus respectivos diarios, en diciembre de 1832 doblaron atravesaron el Le Maire, doblaron el Cabo San Diego y tuvieron el primer contacto con los aborígenes fueguinos, probablemente de la familia de los haush, en la bahía Buen Suceso. Estos estaban no sólo totalmente desnudos sino también con la cara pintada y la piel sangrante por rasguños que aparentemente se habían autoinfligido. Darwin los describió como los más abyectos y primitivos exponentes de la especie humana que hubiera conocido; Matthews, pensando que al fin y al cabo ellos eran el objeto de su vocación apostólica, comentó con FitzRoy que no eran peores de lo que había imaginado, mientras el capitán anotó en su bitácora que por más que nos disguste considerarnos descendientes siquiera remotos de seres humanos en tal estado, era de presumir que no se diferenciaban mucho de los bretones pintarrajeados y cubiertos de pieles que había encontrado Julio César en su país. En cambio, fue notable la actitud de Jemmy Button quien se esforzaba por dejar claro ante sus amigos que él –convertido ya en un perfecto señorito inglés– nada tenía que ver con esos salvajes ignorantes.
Poco después, arribaron por fin a la tierra de Jemmy, el Canal Murray y el adolescente yámana se reencontró con su familia la que, según el sorprendido testimonio de Darwin, lo recibió sin ninguna muestra especial de sorpresa o alegría. Allí terminaba la primera parte del viaje: los marinos del Beagle bajaron a tierra en la bahía de Wulaia y comenzaron a trazar las parcelas de la colonia soñada. Mientras tanto, el contramaestre Murray continuaba la exploración y descubrió un canal que lo sorprendió por el paralelismo entre sus costas, que parecía trazado con alguna regla cósmica. Regresó con la noticia y pronto el comandante resolvió iniciar en persona su exploración, dejando con cierta aprensión a Matthews a cargo de la nueva población, que ya contaba con casas para el catequista, para el matrimonio de Fuegia y York, para Jemmy y para funcionar como capilla y lugar de reunión de la futura comunidad, además de parcelas con huertas y plantaciones de papas, coles y nabos.
FitzRoy quedó maravillado con el descubrimiento de Murray y lo bautizó con el nombre de su querido barco de modo que, en enero de 1833, el antiguo Onachaga de los fueguinos quedó bautizado para la cartografía universal con el nombre de Canal Beagle. Luego de recorrerlo durante varios días, volvieron al punto de partida donde encontraron a la colonia tranquila, pero varios indígenas que se habían acercado en sus canoas, la rodeaban en actitud poco amistosa. FitzRoy temió por la seguridad de Matthews, y a pesar de la resistencia del catequista, resolvió recogerlo y suspender provisoriamente, su misión. No se sentía seguro de dejarlo solo en medio de esa gente que, muy probablemente, rechazarían más temprano que tarde al cuerpo extraño que se había instalado en sus playas. El catequista insistió en que podía quedarse pero el marino, sintiéndose responsable de su seguridad, hizo valer su autoridad para abortar el proyecto en el que tantas esperanzas había puesto. Igualmente, parece que aún confiaba en que la presencia de los tres jóvenes que habían estado en Inglaterra podía llegar a ser una influencia positiva para endulzar las costumbres de aquellos salvajes y preparar el terreno para la futura evangelización.
El Beagle estuvo más de un año lejos de los canales. Anduvo por las Malvinas y continuó el relevamiento de la Patagonia hasta que, en febrero de 1834, regresó a Wulaia. No encontró a un solo ser viviente en la colonia; las casas estaban abandonadas con signos de haber sido saqueadas, los sembrados descuidados aunque con algunas papas y nabos que habían crecido por obra de la naturaleza y varias huellas antiguas y nuevas demostraban que no hacía mucho había habido allí un intenso movimiento. Imaginamos la íntima decepción que habrá sentido FitzRoy ante la comprobación del fracaso de un sueño que había ocupado sus preocupaciones y adelgazado su fortuna durante más de dos años. Pero no tuvo mucho tiempo para lamentarse ya que ese mismo día llegaron tres canoas, en una de las cuales venía Jemmy Button, pero no el señorito inglés del que se había despedido un año antes, sino más bien aquel joven yámana conocido como Omoylume que había ascendido al Beagle el 11 de marzo de 1830: “Era Jemmy Button –escribió en su diario– pero ¡qué cambiado! Me costaba disimular mi impresión ... Por su aspecto escuálido y miserable. Se hallaba desnudo, salvo un taparrabo de cuero. Tenía el cabello largo y enmarañado como los demás y estaba miserablemente enflaquecido y con los ojos afectados por el humo”.
Sin embargo, recibió a los ingleses dando muestras de alegría, subió a bordo, se cubrió con alguna ropa que le facilitaron y se sentó a la mesa del capitán demostrando que aún no había olvidado el uso de los cubiertos y menos aún el idioma inglés. Entonces contó como, a los pocos días de la partida del Beagle, Fuegia y York, habían huído rumbo a su patria llevándose buena parte de las provisiones y herramientas traídas de Inglaterra y que no habían vuelto a tener noticias de ellos, que la destrucción de la colonia era obra de “gente mala venida del Norte” y que él recordaba con mucho afecto y respeto al capitán FitzRoy y a los hombres del Beagle.
Éste se puso muy contento de reencontrarse con su joven pupilo, pero la expedición debía continuar por lo que lo más que pudo hacer fue invitar a Jemmy para que los acompañara de vuelta a Inglaterra, suponiendo que la vida que le podía ofrecer en Europa era mucho más atractiva que la miserable existencia a la que estaban condenados –desde su punto de vista– los canoeros fueguinos; pero el muchacho no aceptó.
Al día siguiente el Beagle continuó su viaje. FitzRoy anotó en su cuaderno que a pesar del fracaso de su misión, no dejaba de esperar aún que surgiera algún beneficio, por pequeño que sea, del trato que henos tenido con esta gente “... Acaso algún marino náufrago reciba algún día ayuda y trato bondadoso de parte de los hijos de Jemmy Button, movidos –no puede ser de otra manera– por los relatos que habrán escuchado sobre hombres de otras tierras y por una idea, por débil que sea, de su deber hacia Dios y el prójimo”. Mientras el navío se alejaba, de pronto todas las miradas se dirigieron hacia lo alto de una roca donde Jemmy, a modo de despedida, había encendido una hoguera, y fue su columna de humo el último recuerdo que los emocionados expedicionarios llevaron de aquella singular aventura en la antigua Tierra de Humos.

(*) Historiador. Profesor de Historia