Una experiencia en primera persona
Covid-19

Una experiencia en primera persona

16/03/2020
C

uando hace unos meses el mundo comenzó a escuchar noticias sobre China y el coronavirus todo parecía muy lejano, como si en los tiempos que corren la “híperinmediatez” que nos atraviesa permitiese disociar eventos. En medio de noticias que referían al avance de la epidemia en tierras lejanas, por este lado del mundo todo seguía a su ritmo habitual.
El pasado 29 de febrero, junto a ocho colegas de distintos medios del país, emprendí un viaje hacia los Estados Unidos invitado por la Embajada y el Departamento de Estado, para desarrollar una experiencia profesional vinculada al desarrollo de los medios regionales en la era de las plataformas digitales.
Arribados a Washington DC, junto con la documentación inherente al programa se nos entregó como gentileza, una botellita de 59,2 ml de alcohol en gel.
Durante nuestra estadía que contó con una nutrida agenda de reuniones con profesionales de medios, académicos, integrantes de organizaciones sociales y recorridas a distintas redacciones, podíamos observar cómo las noticias vinculadas al avance de la epidemia iban ganando titulares en los medios norteamericanos. Por nuestra parte, cada vez que el programa y la conectividad WiFi lo permitía, nos íbamos manteniendo al tanto de lo que sobre el particular acontecía en nuestro país y en el resto del mundo.
A lo largo de los nueve días que duró nuestro itinerario visitamos varias ciudades recorriendo de norte a sur el territorio.
Cada día presentaba un panorama diferente, cada vez más complicado, y de buenas a primeras comprar alcohol en gel comenzó a ser un desafío. Sin dudas, algo había comenzado a cambiar en la percepción social.
Más allá de las primeras declaraciones del presidente norteamericano relativizando la situación, con el transcurrir de los días comenzaron a disponerse la cancelación de eventos multitudinarios y, en algunos estados distintos establecimientos educacionales anunciaban la interrupción normal de clases.
Así llegamos al pasado miércoles 11, cuando emprendimos nuestro regreso hacia Argentina.
Partimos de San Antonio hacia Atlanta donde hicimos una escala de dos horas y con la puntualidad habitual de todo nuestro recorrido, abordamos el vuelo 101 de Delta que tenía previsto despegar hacia Ezeiza a las 22:05.
Embarcados y dispuestos a enfrentar las algo más de nueve horas de vuelo, los minutos comenzaron a transcurrir sin que nos moviésemos de la plataforma. La incertidumbre fue ganando lugar y de repente la voz del comandante acaparó la atención de todos. Tras pedir disculpas por la demora informó que la misma se debía a que estaban a la espera de las noticias desde Argentina para ver si nuestro vuelo iba a poder aterrizar; Estados Unidos había sido incorporado al listado de países con transmisión sostenida de COVID-19.
Una hora más tarde un nuevo anuncio refería que nuestro país había dispuesto una serie de medidas de cumplimiento obligatorio para los argentinos que regresábamos al país. El aislamiento social por catorce días era una de ellas.
Se nos hizo entrega de un formulario del ministerio de Salud argentino para completar en carácter de declaración jurada, con datos varios que referían, entre otros, a confirmar si en los últimos diez días habíamos presentado alguno de los síntomas inherentes al coronavirus; el medio de acceso a nuestro país; compañía aérea; si nuestro viaje tenía prevista alguna escala o conexión a otro destino del país y la determinación de un domicilio de contacto para los 14 días posteriores a la fecha de firmada la declaración.
El comandante también anunció que hasta ese momento no existían restricciones para los extranjeros, pero se les informó que esa situación podría variar y que por tal motivo se les concedía el derecho de bajarse.
Unos minutos de desconcierto y murmullos entre unos y otros terminó con el desembarco de un grupo de pasajeros.
Un último mensaje nos llamó  la atención. El comandante anunció que la buena noticia era que todos los que conformábamos el pasaje del vuelo 101 de Delta, estábamos sanos.
Al momento de mostrar el boarding pass, nos hicieron mirar a una pantalla que nos tomaba una foto. La aseveración del comandante nos hizo deducir que quizás ese aparato en realidad lo que hizo fue tomarnos la temperatura corporal. Deducciones nuestras nomás ya que nunca se nos informó de que seríamos monitoreados de forma alguna, pero a esas alturas una buena noticia era precisamente eso; una buena noticia.
Finalmente, culminado el proceso de identificación y desembarco del equipaje de quienes habían desistido de volar, despegamos con casi dos horas y media de demora.

Llegamos a Ezeiza

Eran las 10:05 del pasado jueves 12 cuando aterrizamos en Ezeiza. El vuelo había transcurrido con absoluta normalidad.
La permanencia en la terminal aérea fue el peor momento de todo nuestro periplo. Nunca estuvimos tan expuestos a un potencial contagio. Amontonados en una interminable cola sobre el corredor que da a los mostradores de migraciones, los casi trescientos pasajeros de nuestro vuelo comenzaron a mezclarse con los tantos otros de otros vuelos internacionales que arribaran en la misma franja horaria.
Sin información alguna sobre lo que provocaba el lento avanzar de la cola, sólo al aproximarnos al punto clave pudimos develar el motivo. El establecimiento de un estrecho paso que se transitaba de a uno en vez era controlado por un grupo de agentes sanitarios que operaban un scanner de temperatura y amablemente requerían la entrega del formulario.
La escena era por lo menos llamativa, para definirla de alguna manera. Personal de PSA con su típico uniforme de remera blanca y pantalón negro que transitaba despreocupadamente por el sector se mezclaba con colegas de la misma fuerza de seguridad que lo hacían con guantes descartables y barbijos. Personal de asistencia, sin protección alguna, trasladando a pasajeros impedidos en sillas de ruedas. Personal de Aerolíneas Argentinas que iba y venía por un lateral, sólo con su uniforme, llamando a viva voz a pasajeros con conexión a otros destinos tanto internacionales como de cabotaje, tal el caso de Ushuaia, a quienes hacían acelerar el trámite para que pudieran seguir su viaje, obviamente desplazándose por sus propios medios hasta el aeroparque Jorge Newbery y aguardar el tiempo necesario hasta la partida de su próximo vuelo. Todo esto contrastaba con la vestimenta de los agentes sanitarios que lucían equipos completos de protección personal. Desde escarpines hasta cofia, sin olvidar antiparras guantes y barbijos.
Finalmente, a las 11:35 superé sin novedad el control de temperatura y tras esperar otros 25 minutos pude retirar mi equipaje y desplazarme para cumplir el último control, el aduanero. Vale mencionar que también lo superé sin novedad.

Desconcierto: Cuarentena a medida

Tras conversarlo previamente con mi familia, y en particular con mi hijo mayor que se encuentra cursando sus estudios universitarios, acordamos que lo más razonable era interrumpir la última etapa de mi viaje de regreso y en lugar de seguir hacia Ushuaia en un vuelo que mi itinerario tenía programado para el pasado viernes permanecer la cuarentena de 14 días, que podríamos denominar “catorcena”, en CABA. Vale aclarar que nada me impedía continuar mi viaje, sólo el sentido común a lo que por supuesto hay que agregar la posibilidad de contar con un lugar donde quedarme. La otra alternativa era volver a estar en una aglomeración de gente en el aeroparque, compartir un vuelo con otro centenar de personas con itinerarios desconocidos, esperando escuchar el anuncio del comandante dándonos la buena noticia de que “estábamos todos sanos”.
Hoy, al igual que todo el grupo con quien compartimos el viaje, llevamos cumplidos cuatro días sin novedad. La experiencia transcurre a un ritmo bastante más lento del imaginado.
Afortunadamente la tecnología permite el trabajo desde casa, luego, algunas tareas de reparaciones hogareñas; lectura; música y por supuesto series de Netflix van matizando los días.
Con mi hijo nos saludamos de lejos, conversamos a más de un metro de distancia, consumimos frascos de alcohol en gel, ventilamos permanentemente los ambientes, nos lavamos las manos con una inusual frecuencia y hacemos todo lo posible para no entrar en la estadística de contagio, aunque claro está, dadas las características generales del proceso nada ofrece garantías absolutas.
Con la otra parte de la familia, esposa, hijo, nuera y nieto, interactuamos más de lo recomendable por intermedio de celulares.
Con mis compañeros de viaje, con quienes se conformó un grupo humano fantástico, nos bancamos vía WhatsApp.
Por su parte, a la distancia los amigos aportan lo suyo.
Y así transcurre esta experiencia inédita, esperando que pasen los días para ver si zafamos y que, tal lo dispuesto en las últimas horas, algún agente gubernamental efectivamente venga a visitarme. Eso sí, estaría bueno que por favor no olvide traer alcohol en gel.
Nos vemos en diez días.

Autor : Fulvio Baschera
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