ada vez que se abre una vacante judicial, se juega algo más que un nombramiento. Se define, en los hechos, cuánto puede resistir la Justicia a las presiones de la coyuntura, cuánto confían los ciudadanos en sus sentencias y cuán probable es que el sistema premie la idoneidad antes que las relaciones personales y políticas. Por eso el mecanismo de selección de jueces no es un asunto técnico reservado a especialistas: es una pieza central del contrato democrático.
Tierra del Fuego parte, además, de una posición singular: su Constitución provincial suele ser reconocida como una de las más modernas del país y, en su enunciado original, incorporó al Consejo de la Magistratura como una herramienta de avanzada cuando aún no estaba incorporada en la Constitución Nacional. La idea era clara y valiosa: sacar los nombramientos del puro toma y daca político, institucionalizar concursos y profesionalizar el acceso a la función judicial. Ese salto fue, en su momento, una apuesta por la calidad democrática.
Sin embargo, las instituciones no se miden por sus intenciones fundacionales sino por su desempeño con el paso del tiempo. Y la experiencia acumulada desde la aprobación de la Constitución fueguina —con sus aprendizajes, tensiones y zonas grises— sugiere que aquel diseño pionero hoy necesita una actualización. No porque haya sido un error, sino precisamente porque fue una innovación: toda herramienta de avanzada requiere, cada cierto tiempo, calibración y mejoras para evitar que pierda eficacia o sea capturada por prácticas que el texto original buscaba prevenir.
En Tierra del Fuego, como en muchas jurisdicciones, el Consejo de la Magistratura cumple un rol decisivo en los concursos. El mecanismo tiene virtudes: concentra procedimientos, crea un ámbito institucional específico y, en teoría, permite ordenar el acceso a la magistratura con criterios de mérito. El problema aparece cuando ese “en teoría” se transforma en rutina. Consejeros excesivamente permeables a negociaciones políticas, opacos en criterios de evaluación o dominados por lógicas corporativas terminan produciendo lo contrario de lo que prometen: concursos que parecen decididos antes de rendir, ternas que no explican por qué una persona queda arriba y otra abajo, y una ciudadanía que interpreta cada designación en clave de alineamientos.
Despolitizar no significa eliminar la política —algo imposible y hasta indeseable en democracia—, sino impedir que la disputa partidaria capture el corazón del proceso: la evaluación de la aptitud. Por esto mismo, una reforma moderna debería partir de esa premisa: la política puede tener un rol acotado de validación institucional, pero el “quién es idóneo” debe definirse con instrumentos verificables, trazables y auditables.
Una alternativa razonable para Tierra del Fuego es avanzar hacia un modelo híbrido que combine lo mejor de tres mundos: concursos meritocráticos, anticaptura mediante sorteo en puntos críticos y control ciudadano informado. El objetivo es simple de enunciar y difícil de ejecutar: que nadie pueda “armar” un concurso a medida. Además, debería pensar un mecanismo para jueces y magistrados, y otro distintos para los cortesanos del Superior Tribunal.
El primer cambio debería estar en el tipo de concurso. Hoy muchos procesos privilegian exámenes que premian la memoria o el tecnicismo escrito, pero evalúan poco cómo trabaja un juez en condiciones reales. Un sistema moderno debería incorporar tres capas obligatorias: un examen escrito anónimo basado en casos (con corrección a doble ciego), una prueba de desempeño que simule audiencias y redacción de decisiones, y una evaluación de integridad con declaraciones juradas patrimoniales y de intereses, verificación de conflictos y antecedentes. No se trata de sumar burocracia, sino de medir lo que importa: razonamiento, imparcialidad, trato, claridad y ética.
El segundo cambio es el más innovador y, probablemente, el más eficaz contra la captura: sortear públicamente a quienes evalúan. No alcanza con tener jurados “de prestigio” si siempre son los mismos o si la integración depende de acuerdos internos. Un padrón de evaluadores elegibles —magistrados retirados, académicos, especialistas en prueba y ética— debería formarse con requisitos objetivos e incompatibilidades estrictas, y de allí seleccionar jurados por sorteo público, con rotación y límites de reiteración. Este mecanismo reduce drásticamente el incentivo a influir: es difícil presionar a un jurado que no se sabe quién será hasta el final.
El tercer cambio apunta a un déficit crónico: la legitimidad social. La ciudadanía casi nunca entiende por qué ganó quien ganó. Y cuando el proceso es incomprensible, se vuelve sospechoso. Por eso es útil incorporar un panel ciudadano entrenado, con un rol acotado pero valioso: evaluar claridad, escucha, trato y apariencia de imparcialidad durante la prueba de desempeño. No reemplaza al conocimiento técnico —no debería puntuar doctrina ni tecnicismos—, pero sí introduce una mirada externa sobre cualidades que un juez necesita para impartir justicia de cara a la gente. A la vez, ayuda a romper la imagen de “autoselección” corporativa.
El cuarto cambio es el que pone un límite claro a la política: la decisión final debe quedar confinada a una lista corta rankeada por mérito. El Consejo finalmente debería evaluar un “top 3” o “top 5” con puntajes y fundamentos públicos, y cualquier autoridad que intervenga en el nombramiento (según el esquema institucional vigente) debería poder elegir solo dentro de esa lista. Si por motivos serios se rechaza toda la nómina, el rechazo debería ser excepcional, con causales tasadas, motivación escrita y revisión rápida. Así se conserva una cuota de validación institucional, pero se impide que se “fabrique” idoneidad por conveniencia.
El quinto cambio es, paradójicamente, el más barato y el más transformador: transparencia radical y extrema. Publicar condiciones, qué se evalúa y cómo se puntuará antes del examen, difundir puntajes desagregados, explicar cómo se pondera cada etapa, abrir datos sobre impugnaciones, recusaciones y conflictos de interés, y registrar reuniones o gestiones ante consejeros y jurados. En un concurso judicial, la opacidad es combustible para la desconfianza. La información abierta, en cambio, ordena la conversación pública: obliga a discutir con evidencia, no con sospechas.
Hasta acá, la reforma parece “solo” institucional. Pero tiene una derivación mayor: el modo de seleccionar jueces puede ser, en sí mismo, uno de los argumentos más sólidos para discutir una reforma constitucional. ¿Por qué? Porque cuando una provincia decide modernizar el corazón del Poder Judicial, se encuentra rápidamente con límites que no son reglamentarios sino de diseño constitucional: quién integra el Consejo, cómo se elige, qué mayorías se requieren, qué grado de publicidad es obligatorio, qué margen de discrecionalidad existe en la etapa final y qué garantías pueden blindarse contra el vaivén político.
En otras palabras: si el problema es estructural, la solución también debe ser estructural. Pretender “arreglar” solo con cambios internos o reglamentos puede ser útil, pero suele dejar intacto lo más determinante: la arquitectura de poder que permite la captura. Y allí es donde una reforma constitucional puede ofrecer algo que una reforma legal o administrativa no siempre logra: estabilidad, jerarquía normativa y reglas del juego difíciles de modificar por conveniencia de turno.
Hay un argumento adicional, más político en el mejor sentido: reformar los procesos de selección de jueces es reformar el punto de apoyo de todo el sistema. Una provincia puede cambiar normas de procedimiento, digitalizar expedientes o crear nuevas oficinas. Todo eso mejora el servicio. Pero si el mecanismo de selección sigue siendo percibido como capturable, la desconfianza se reproduce: cualquier mejora será leída como cosmética si el ingreso a la magistratura sigue siendo opaco o discrecional. En cambio, si se garantiza que el acceso depende de mérito y reglas claras, todo el resto —desde la gestión judicial hasta la lucha contra la corrupción— se apoya en una base más firme.
Desde ya, ninguna reforma es mágica. Un modelo así exige capacidad técnica, protocolos, resguardos de datos sensibles y una cultura institucional que acepte ser observada. Pero su principal virtud es estructural: cambia incentivos. Reduce el valor de la rosca y aumenta el valor del mérito demostrable. Y, sobre todo, hace que el sistema sea menos dependiente de la buena voluntad de quienes lo administran. Una regla sólida es la que funciona incluso cuando nadie es un santo.
Tierra del Fuego podría convertirse en un caso testigo si decide dar ese paso: concursos centrados en habilidades reales, jurados sorteados y rotativos, control ciudadano acotado, lista corta por mérito y transparencia total. No es una idea anti-política. Es una idea pro-institucional: asegurar que la justicia sea independiente no por declaraciones, sino por diseño. Y si para llegar a ese diseño hace falta tocar la norma más alta, entonces la discusión constitucional deja de ser una abstracción: se vuelve el camino para blindar, en serio, la imparcialidad de quienes van a juzgar. Porque la independencia judicial no se pide; se construye. Y se construye, sobre todo, en el modo en que se elige a quienes tienen en sus manos la última palabra.
(*) El Comité Editorial está conformado por un grupo de periodistas de EDFM. El desarrollo editorial está basado en su experiencia, investigación y debates sobre los temas abordados.