Historias mínimas

Rumbo a la nada

15/08/2013
N
o nos dimos cuenta, o pretendimos no hacerlo, y cuando lo hicimos era tarde. Había un abismo entre nosotros. Todavía no comprendo cómo llegamos ahí. Solo sé que fuimos cada vez más tú, cada vez más yo, sin rastros de nosotros, como dice aquella vieja canción que tantas veces escuchamos.
Nunca nos preguntamos cómo empezamos a estar juntos ni por qué, no hubo lugar para la duda de tan intenso que fue todo. Pasó porque tenía que pasar. Y devorados por esa intensidad tampoco nos cuestionamos los pasos en falso.
De pronto nos sentimos vacíos de pasión, repetitivos, rutinarios. Empecé a darme cuenta cuando nuestros silencios compartidos y cargados de sobreentendidos mutaron en incómodos, pesados. Silencios que gritaban que ya no había nada por hablar. Silencios que nos sorprendían distantes, cabizbajos, esquivando miradas, monosilábicos. Silencios tan densos que parecían ahogarnos cada vez que compartíamos esa cama ya vacía de sudores.
Entonces, para qué mentirnos y prometernos que íbamos a cambiar si ya no teníamos nada para darnos, para qué alargar una agonía que nos estaba carcomiendo por dentro.
Cuando nos encontramos de casualidad en el café de siempre, meses después del adiós, revivimos. Nos hablamos, nos reímos, nos sostuvimos la mirada, hasta los silencios fueron los de antes. Y semana tras semana nos seguimos redescubriendo sin prisas y sin pausas, conscientes de que era la forma más sabia de volver a ser.
Hasta que un jueves te disfrazaste de ausencia. Y el otro. Y uno más. Yo seguí yendo, me seguí sentando en la mesa junto a la ventana pero no esperé que llegaras porque sabía que nunca ibas a volver. Y lo sigo haciendo. Quizás por nostalgia, quizás porque no sé cerrar esta historia, o porque no quiero que un arrebato de resentimiento, de dolor en el alma, me haga sepultarte en un olvido al que no quiero condenarte. Por eso me resisto a dejar de sentarme frente a tu silla vacía, a dejar de mirar cada tanto hacia afuera como adivinándote, a dejar de pedir ese par de cortados que invariablemente termino tomando fríos.
Enciendo un cigarrillo, dejo atrás esa silla vacía y el mozo, sabedor de mis pesares, me despide con un cálido “hasta el jueves” y cierra la puerta del café detrás de mí.
Y una vez más la madrugada me encuentra caminando las mismas calles oscuras y heladas de siempre, cavilando en mi soledad, rumbo a la nada.

Etiquetas