Historias mínimas

Nunca vas a verme jugar

30/08/2013
P
or Norman Munch
“Vos nunca vas a verme jugar”. Un par de horas antes le habíamos ganado un partido bravísimo a Ciclón Racing y el Negro Meza, que me hacía comer banco desde que le pedí que me probara de titular por un par de partidos, esa tarde me había puesto de arranque. Y yo había jugado bien, sabía que había jugado bien. Pero él no había estado. Por eso, cuando volví a casa y lo encontré leyendo El Litoral en la mesa de la cocina le largué el reproche que tenía atragantado, porque en realidad la cosa venía de antes.
“Hoy no pude, tenía que terminar unos papeles de la oficina”, me contestó mi viejo sin levantar la vista de la editorial que invariablemente salía publicada en página 5.
“No podés nunca”, le retruqué. “No pudiste contra Gimnasia, ni contra Pucará, Ferrocarril Santa Fe, Sirio Libanés, Atenas, Ñuls, San Cristóbal, Sanjustino, La Salle y Ateneo Inmaculada”, le espeté casi sin respirar los partidos del fixture del campeonato de la Séptima.
Levantó un poco la cabeza, me miró por arriba del marco de los anteojos, y se defendió: “Sabés lo que pasa, no soy de esos energúmenos que van a la cancha a putear a los hijos, a los rivales, al árbitro, al técnico y al aguatero”.
“Yo no quiero que vayas a putear a nadie, quiero que vayas a verme. Hoy jugué de titular, entramos a la cancha y como siempre no te vi. Hoy fui titular, ¿entendés?”. Y me fui a mi pieza masticando toda la furia que puede acumular un pibe a los 14 años cuando lo invade la frustración.
Cuando era chico y jugaba para Pío el tipo iba siempre. De locales en la cancha de la escuela Stephenson, o de visitantes en donde fuera. Y si había algún torneo en algún pueblo cercano cargaba a cuatro o cinco del equipo en el auto y salía en caravana con otros padres que, como él, oficiaban de voluntarios para el traslado.
A veces volvíamos con la bolsa de las camisetas sucias y transpiradas para que las lavara mi vieja, que primero las metía en remojo con un poco de jabón para “ablandar la roña”, porque parece mentira la capacidad que tenemos entre los siete y los doce años para generar mugre. Y mi mamá cambiaba enojo por alegría cuando le mostraba la medalla o el trofeito que había ganado en la ocasión.
Y todavía me acuerdo cómo me consoló cuando perdimos por penales la final del Evita pese a que teníamos un equipazo, y nos quedamos sin las bicicletas que le daban de premio a los primeros. “No te calentés hijo, así van a ganar más de lo que van a perder. Para mí ustedes salieron campeones”, me dijo mientras con un pañuelo me limpiaba las mejillas entierradas, en las que un par de lágrimas habían dejado huella.
Pero un día, cuando empecé a jugar en Unión, dejó de acompañarme. No aportaba ni de local ni de visitante, y menos que menos me llevaba a practicar, que para eso estaba el 14, que pasaba por bulevar Gálvez y me dejaba en la puerta del club. Y yo me chivaba porque me mataba entrenando, porque quería ser el mejor ocho, porque quería que estuviera orgulloso de mí. Pero él nunca estaba.
Con el paso de los partidos me acostumbré a su ausencia y dejé de buscarlo con la mirada cada vez que entrábamos a una cancha. Y decidí no gastar tiempo ni energías en cuestionamientos inútiles cada vez que volviera a casa. 
En ese torneo del 84 en cuartos de final nos tocó Sportivo Guadalupe, buen equipo, con pibes que tocaban bien de mitad de cancha para arriba. De locales fuimos superiores pero el 1 a 0 había sido mentiroso y dejaba la serie abierta.
La revancha fue un domingo a la mañana y el Negro Meza, que todavía no me había levantado el castigo tras el pedido de titularidad, decidió mandarme de nuevo al banco. Obligados, ellos salieron a buscar, y si bien emparejamos rápido la cosa estaba difícil. Hasta que el cinco de ellos la metió de tiro libre cuando faltaban 20 minutos, y Meza me puso a 10 del final con una orden terminante aunque carente de toda especificidad táctica: “jugá arriba”. Nada de andá por las puntas, o pivoteá, o buscalo al Titino. Solo “jugá arriba”.    
Fuimos al suplementario y cuando quedaba nada de tiempo y parecía que íbamos a los penales, el arquero de Guadalupe rechazó con los puños un corner del Cabezón Vitale y la pelota me llegó regalada al borde del área grande, donde me quedé esperando el rebote. La paré y cuando el malón de marcadores se me vino encima le pegué de derecha y la Pintier blanca, sorteando un mar de piernas, se metió abajo, junto al palo derecho.
Cuando empezamos a deshacer el abrazo comunitario del festejo para volver a nuestro campo lo ví a la pasada, juro que lo ví, semiescondido detrás de uno de los postes de cemento que sostenía el alambrado, mezclado con otros padres y con los pibes de la Sexta que habían jugado antes que nosotros.
Ahí estaba mi viejo, agarrado con la mano derecha al tejido y con el dorso de la zurda enjugándose lo que adiviné de lejos eran lágrimas. Porque también juro que el tipo estaba llorando.   
Cuando salimos de la cancha lo busqué pero no estaba. Volvimos al club en el desvencijado colectivo anaranjado que nos llevaba cada vez que jugábamos de visitantes, como premio nos dejaron bañarnos en el vesturio de la Primera y prolongamos por un par de horas el festejo cantando hasta el hartazgo “que vamo’ a salir campeones, que vamos a salir campeón”.
Cuando llegué a casa, abotagado por tanta emoción, lo encontré a mi viejo como si nada, leyendo El Litoral en la mesa de la cocina, tomando unos mates dulces y con un poquito de café que le pasaba mi mamá. Y después de tantos meses hubo diálogo. 
-¿Cómo salieron?, dijo sin mirarme, como distraído.
-Uno a uno, entré en el segundo tiempo y en el suplementario metí el gol.
-Mirá vos que bien, respondió mientras repasaba los títulos de Economía. -¿Y ahora?
-Ahora nos toca Colón en semifinales, el primero de local el sábado que viene. Va a estar durísimo, el Zurdito Verdirame viene jugando bárbaro, lo vamos a tener que marcar bien. Si pasamos a la final somos campeones. 
-¿De local decís?, a lo mejor esta vez sí me pego una vuelta, prometió sin prometer y sin dejar de leer la sábana de papel, mientras en su cara se dibujaba un mal disimulado esbozo de sonrisa.


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