Historias mínimas

A través del otro

01/07/2016
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En Navidad tomamos un Don Valentín Lacrado- me dijo a pocos días del 25 de diciembre, con inocente picardía que es propia de un niño encerrado en el cuerpo de un abuelo, y con la esperanza de que no supiera de qué vino me hablaba ya que acostumbrábamos, en nuestros encuentros esporádicos, a tomar tinto en caja, del barato, del que no sabés si emborracha o descompone. Venía una Navidad más de tantas y era oportuno cumplir con un deseo que no era el mío, porque por más fuerza que hiciera no me gustaba el vino.
Llegó la Navidad y con ella la oportunidad de brindar con un Valentín. Lo que más me extrañó fue que en toda la comida no probó un sorbo de ese vino. Se excusó diciendo “no, dejá, tomo vermú y me termino el otro tinto que ya está abierto”.
Seguí tomando el Valentín pero cauteloso; no vaya a ser cosa que bajo sus efectos me lo terminara sin haber podido compartirlo.
Se le acabó el barato y volví a ofrecerle que tomara del bueno, del que había llevado a pesar de no gustarme el vino para cumplir su deseo, pero otra vez no quiso; que ya había tomado bastante, que se guardaba para la sidra de las doce, que me lo termine porque al fin y al cabo todos los vinos son iguales. Le hice caso. Me lo terminé, un poco decepcionado y sin entender qué había pasado. Mi mirada quedó atrapada por unos instantes dentro de esa botella de vidrio vacía sobre una mesa no acostumbrada a albergar vino bueno, o más o menos bueno.
Pasaron algunos meses, tantos que fueron suficientes como para parecerse a un gran muro, de esos incómodos y difíciles de saltar. El encuentro fue igual al de otras visitas, o casi igual. Él en frente del asador acomodando las brasas mientras simulaba no haberse percatado de mi llegada; yo acercándome a él, también simulando no darme cuenta de que los años ya eran demasiado pesados como para no aparentarlos y vencer una espalda que alguna vez fue fuerte.
Comimos un asado, comimos otro y otro, y así pasaron algunos días. Escuché las mismas historias de siempre, contadas de la misma manera; me reí y me sorprendí como si las hubiera escuchado por primera vez. Él en su sillón bajo la sombra del sauce de la entrada, único testigo de sus largas esperas y algún que otro intento por volver el tiempo atrás; yo escuchando, que era mi manera de decir gracias evadiendo al orgullo que, atravesado en la garganta, se instala para atrapar palabras como esas.
Llegó la última comida y luego la sobremesa, momento en que normalmente me quedaba solo y él, vencido por el sueño, se recostaba en la habitación. Fue ahí donde noté que dentro del mueble de vidrio donde él guardaba algunos trofeos de su juventud, fotos y recuerdos, había una botella de vino vacía. Era el Don Valentín Lacrado, el mío, el que me había tomado solo casi un año atrás. Tragué saliva sin poder desenredar el nudo que tenía en la garganta. Entendí que me dejó tomar el vino porque tal vez era mucho para él, que padecía de un paladar curtido por las penas que le habían quitado sabor a algunos lujos en la vida, y que entonces no lo disfrutaría; que los viejos, esos que se visitan una vez al año, toman del vino barato para esconderse del olvido de los nietos; que su mejor manera de degustarlo era verme a mí tomándolo.
Entendí, recién ahí, que el vino se toma de muchas maneras distintas; que se toma por los ojos, con el tiempo, que se toma a través del otro. Su manera de probarlo fue guardar la botella de recuerdo, perpetuando aquél día en que Don Valentín, el del sello lacrado, se sentó entre nosotros dos y nos emborrachó el alma.
Hoy pasaron algunos meses más y sobre mi espalda cargo una gran botella vacía de vino, pero llena de un deseo que ni uno ni cien Don Valentín Lacrado podrían concederme: haber sabido que el abrazo que nos dimos aquélla vez, sería el último.

Autor : Luciano Cabezas
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