Historias Mínimas

Juancito

15/07/2016
J

uancito pasaba largo los cincuenta. Iba siempre prolijo. Pantalón, camisa clara, zapatos acordonados. Juancito reía, siempre reía.  
Juancito era un niño encarcelado en el cuerpo de un gigante amable y bonachón que saludaba a todos, y que cantaba a viva voz mientras iba de acá para allá por las calles del barrio.
A veces se ponía a jugar con nosotros en el picadito que armábamos en la calle, y entonces reía más que nunca. Y mientras más reía, más se reían de él los vecinos. Porque para ellos era divertido ver al “loco Juan”, al tonto del barrio, al opa, como lo llamaban, intentando pegarle torpemente a la pelota. Y nosotros, cuando por fin la calzaba de derecha, festejábamos y lo abrazábamos como si hubiera hecho el mejor gol de la historia.
Juancito, que vivía con su madre y una tía que maldecían constantemente el “problema” de nacimiento de su hijo y sobrino, era el “che pibe” del barrio. Iba de un lado a otro haciendo los mandados que le encargaban la mamá y el resto de los vecinos. No le importaba, porque no entendía lo que es la maldad, si el almacenero lo llamaba Cuasimodo o si algunas viejas, de puro prejuiciosas, cruzaban de vereda para no enfrentarlo. Él siempre sonreía y cantaba.
Mi viejo, que siempre se paraba a hablar con él cuando lo encontraba en la calle, una mañana le regaló una quena. Y cuando descubrió los sonidos del instrumento a Juancito se le iluminó aún más la cara. Desde ese día, cuando no hacía los mandados, Juancito andaba desafinando con la quena, cantando y sonriendo para fastidio de las viejas prejuiciosas y del almacenero despectivo.
La vida siguió fluyendo hasta que un día el picadito de la tarde se detuvo porque nos dimos cuenta que Juancito ya no se metía a jugar, que ya no lo escuchábamos reír ni cantar, ni desafinar con la quena. Nos dimos cuenta que ya no hacía los  mandados, que las viejas ya no se cruzaban de vereda, que el almacenero ya no llamaba a nadie Cuasimodo.
Le pregunté a mi viejo y me contó que a Juancito se lo habían llevado a un asilo porque la madre se había muerto y la tía no lo podía atender.
Juancito se había ido y el barrio se había quedado sin las risas y sin los cantos del niño encarcelado en el cuerpo de un gigante. Lástima que quedaron el almacenero despectivo, las viejas prejuiciosas y los vecinos burlones, aunque ya no tuvieron de quién burlarse.

Autor : Norman Munch
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