o descubrimos nada al afirmar que a lo largo y ancho de nuestro país la educación pública atraviesa una crisis profunda que trasciende la falta de recursos materiales o salariales.
En nuestro caso particular tampoco descubrimos nada si afirmamos que en el centro del debate se encuentra un conflicto más estructural: la desarticulación del sistema educativo frente al uso reiterado y muchas veces desmedido de la herramienta del paro docente impulsada por el Sindicato Único de Trabajadores de la Educación Fueguina (SUTEF). Esta práctica sindical que originalmente se implementa como una forma de presión legítima ante situaciones extremas, se ha naturalizado al punto de convertirse en rutina.
De allí que el abuso que el gremio hace de esta herramienta, aunque vale establecer que también emplea otra como las “desobligaciones” para escudarse y en definitiva no brindar el servicio por el que percibe su remuneración, en lugar de conmover conciencias, generar diálogo o producir soluciones, no solo no ha logrado resultados que hayan generado cambios realmente significativos, sino que ha generado un hartazgo tal que solo recibe el apoyo de sus miembro más radicalizados, que a la luz de lo que se observa son los menos.
La exacerbante frecuencia en la interrupción del servicio educativo con los paros y “desobligaciones” frecuentes obviamente perdieron su característica de medida excepcional para transformarse en una forma casi automática de manifestación sindical. Lo que antes era un grito de emergencia, hoy suena a un eco repetido y vacío, y esa repetición sin novedad termina por erosionar el verdadero sentido de la lucha gremial.
Este fenómeno, sin embargo, no se produce en el vacío. La falta de una organización social coherente y una dirigencia política activa frente al deterioro del sistema educativo profundiza el problema. Nadie -o muy pocos- parece dispuesto a encarar con valentía la necesidad de reformular las reglas del juego. En esa pasividad cómplice o temerosa, los estudiantes quedan como rehenes, las familias como espectadores frustrados, y el sistema educativo como una estructura en estado de permanente excepción.
Es necesario decirlo sin eufemismos: en muchos casos, el paro se ha convertido en una herramienta abusada por el SUTEF, donde en realidad pareciera que algunos de sus dirigentes en realidad están más interesados en sostener su poder que en mejorar genuinamente las condiciones del aula. Es cierto que la cuestión salarial es un tema, que las condiciones edilicias no son siempre las óptimas y que la carrera docente sufre un desprestigio histórico. Pero también es cierto que los paros constantes no han logrado revertir ninguna de estas problemáticas estructurales. Por el contrario, en varios casos las han acentuado, generando un desgaste en la percepción pública de la figura del maestro, una caída en la calidad educativa y un hartazgo social que ha venido provocando que la sociedad, lejos de solidarizarse, desde hace ya bastante se aleje.
Sin entrar en valoraciones cualitativas, vale reconocer que el SUTEF se ha transformado en un actor central del escenario educativo fueguino. Y como todo actor público, deber estar sometido a control y crítica. No es razonable que la decisión de suspender clases afecte a miles de niños y adolescentes sin una evaluación transparente del impacto ni una estrategia alternativa que garantice el derecho a la educación. Tampoco lo es que los conflictos se eternizan sin que se promuevan mecanismos innovadores de resolución, como la mediación, la negociación por etapas, o el establecimiento de servicios mínimos que aseguren la continuidad pedagógica.
Frente a esta realidad, la ausencia de una organización social sólida que defienda la educación como derecho humano y bien común es alarmante. La sociedad civil —padres, estudiantes, ONGs, universidades— parece resignada a un ciclo de anuncios de paros, reclamos y suspensiones que no termina nunca. Mientras tanto, la dirigencia política, tanto oficialista como opositora, se muestra incapaz de articular una política educativa integral que ponga límites al uso abusivo de los paros sin vulnerar derechos laborales. Es hora de decirlo con claridad: la defensa de la educación pública no puede quedar en manos de quienes, por acción u omisión, han contribuido a su degradación.
El dilema de fondo es ético y político. ¿Puede una sociedad tolerar que sus generaciones más jóvenes pasen meses sin clases cada año por disputas que muchas veces ni siquiera se explican con claridad? ¿Es justo que los docentes comprometidos con la vocación, que desean enseñar incluso en condiciones difíciles, vean su trabajo deslegitimado por decisiones gremiales que no representan su sentir? ¿Qué clase de ciudadanía estamos formando si naturalizamos que el conflicto es eterno y que el diálogo es opcional?
La respuesta no puede reducirse a slogans o consignas fáciles. Se requiere una reorganización profunda del contrato social que sostiene la escuela pública. Esa reorganización debe incluir la revisión del rol del sindicato, pero también el fortalecimiento de instancias de participación ciudadana real en la toma de decisiones educativas. Las comunidades escolares tienen derecho a ser parte de la solución, y no meras víctimas de las decisiones de cúpulas sindicales o administrativas.
Por otro lado, se necesita liderazgo político con coraje. Los Poderes del Estado en todos sus niveles deben dejar de lado la especulación electoral para asumir con responsabilidad la tarea de recuperar el valor del aula. Esto implica no solo invertir en salarios y edificios, sino también en institucionalidad: construir marcos normativos que regulen de forma clara y justa los procedimientos de huelga, que establezcan mecanismos de evaluación de su necesidad y proporcionalidad, y que resguarden siempre el derecho primordial del alumno a recibir educación.
La conflictividad laboral en la docencia es un síntoma de algo más profundo, evidenciando, desde nuestra óptica, la falta de un proyecto educativo verdadero; la desarticulación entre políticas públicas y demandas reales del sistema; y una cultura de la confrontación que ha desplazado a la cultura del encuentro.
Por eso, más allá de cualquier reivindicación sectorial, lo que está en juego es la capacidad de una sociedad para priorizar su futuro. Porque cada día sin clases es un día menos de igualdad, un día menos de oportunidades, un día más de retroceso.
En conclusión, el abuso de los paros docentes promovidos por el SUTEF bajo consignas tan cuestionables como que así se enseña a nuestros hijo a luchar, y la falta de respuestas sociales y políticas frente a este fenómeno configuran una doble crisis: una que ocurre dentro del sistema educativo y otra que ocurre en los márgenes, en la incapacidad colectiva para generar alternativas.
Recuperar el sentido de la educación como derecho implica, también, recuperar el sentido del compromiso, de la responsabilidad compartida y de una ética pública que ponga fin a la lógica del chantaje y reemplace la confrontación estéril por el diálogo transformador.
El tiempo de las excusas ha terminado. Es hora de construir un nuevo pacto educativo donde el aula no sea rehén de nadie.
(*)El Comité Editorial está conformado por un grupo de periodistas de EDFM. El desarrollo editorial está basado en su experiencia, investigación y debates sobre los temas abordados.