Estancieros se quejan de los hábitos bolicheros de los peones
El 6 de octubre de 1896

Estancieros se quejan de los hábitos bolicheros de los peones

06/10/2016
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n una carta, fechada este día, José Fiol le escribe a Mauricio Braun sobre los perjuicios que ocasionaba un boliche, ubicado entre las estancias Laguna Romero y Dinamarquero, que les pertenecían respectivamente. Allí, Fiol sostiene irónicamente quees “el campo donde con mas frecuencia trabajan los empleados de preferencia los ovejeros, descuidando tristemente las majadas á su cargo. Muchos de ellos cumplirían con su deber sino encontraran en su camino ese escollo que los detiene” ydonde “se emborrachan”.

Además de despacho de bebidas alcohólicas, el boliche cumplía las funciones de almacén, casa de juegos y hasta de prostíbulo. En los centros urbanos predominaba como lugar de esparcimiento y en el campo como un sitio de refugio y abrigo. No obstante, en ambos espacios se producía "un intercambio de información, de datos sobre nuevos trabajos o simples chismes del barrio, en un diálogo facilitado por la relación cercana, cuando no íntima, entre el bolichero y su clientela" (José Díaz Bahamonde. Un reencuentro con "la hez de la aldea". Vida popular en Punta Arenas, 1877-1920).        

También era un espacio de socialización que compensaba la vida solitaria de los peones. "Triste, en verdad, es aquel lugar  de destierro para los infelices que deben habitarlo. Solos en medio de la inmensidad espantosa de aquellos lugares solitarios, el alejamiento absoluto de centros poblados…” (Arturo Fuentes Rabé. Tierra del Fuego).

A la soledad se le sumaba el hábito del silencio. Fuentes Rabé recordó el caso de dos escoceses que “jamás se dirigieron la palabra”. Un día, el más joven encontró una pepita de oro y corrió al puesto a compartir la noticia. “Más rápido que de costumbre, empujó la puerta de la habitación y, a boca de jarro, lanzó los: «¡buenos días!». No alcanzó a decir más. Era la primera frase que se cruzaba entre estos dos europeos. Esta sola frase bastó para que el más viejo de los escoceses, sin despegar los labios, se levantara ensillara su cabalgadura”. El estanciero relató: “Dos horas más tarde se presentaba ante mí reclamando de la charla loca de su compañero. Tuve, pues, que ajustar las cuentas a los dos amigos del silencio, los que, sin agregar palabra, se marcharon mudos en demanda de otra estancia que pudiera proporcionarles trabajo, asignándoles a cada uno un puesto solitario en medio de la selva”.

Autor : Bernardo Veksler
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