Me llamo Gumersindo León Medina," desgraba el grabador, "nací en la localidad del El Dorado, provincia de Misiones. Soy un montaraz, criado en la selva. Cursé mis estudios básicos secundarios como pupilo en una escuela de educación técnica en la ciudad de Gualeguaychú, provincia de Entre Ríos, entre los años 1961 y 1963".
León Medina tiene el hablar pausado. Sus palabras le salen acompasadamente; saboreadas más que masticadas. Es enfático. Sabe narrar y mantener el suspenso de quien escucha. Tiene un buen léxico. Pero no es esto lo que me acercó a él, sino su historia. La historia de una fuga que dio mucho que hablar cuando, hace ya veintiocho años, tuvo en jaque a las fuerzas policiales y militares que se movilizaron para su inútil captura durante los veintiún días que duró.
Su físico no parece condecir con la historia que está contando. Uno jamás se imaginaría a este hombre llevando a cabo la proeza de tal fuga, quizás la más relevante de cuantas se hayan producido en Tierra del Fuego, por más que no posea la rutilancia de las de Radowitzky, Cámpora, Jorge Antonio o Patricio Kelly. Una historia que, sin embargo, fue ganándole el olvido, y ya era hora que saliera a la luz.
Hacía tiempo que quería rescatarla; desde las épocas en que León era el encuadernador de la Gobernación; pero siempre había algo más importante por hacer, y el tiempo fue pasando. León se jubiló, se refugió en su Jardín del Edén, yo un día encontré mi tiempo y lo fui a ver como tantas veces, pero ahora equipado con una parva de casetes de audio. Diecisiete horas de grabación. Y muchas más de desgrabación.
León Medina vivía en Río Grande en el año 1976, cuando tuvo un problema con una joven que trabajaba de doméstica en su casa. Poca cosa. Pero como la muchacha andaba de amores con alguien de la comisaría, resultó que por un quítame esas pajas León terminó en un calabozo.
Medina había sido infante de marina; como comando sabía de supervivencia en las condiciones más difíciles. Su entrenamiento y capacitación se hizo en bosques, selvas y montañas, y cuando solicitó su baja, un par de años antes, tuvo la ocurrencia de quedarse, como recuerdo de su paso por la Armada, con 15 proyectiles de fusil y 18 de pistola. Claro que en el 1976 del Proceso eso no era una buena idea, y menos aún si un oficial de policía le puso proa, por más que fuera sólo por una cuestión de faldas.
Judicialmente, el asunto con la joven se resolvió pronto, y la justicia civil lo derivó a la militar por el tema de las municiones. Lo trasladaron por ese motivo a la comisaría de Ushuaia donde estuvo preso siete meses. Los siete meses previos a su fuga.
Los tratos inadecuados que le dispensaba la policía, las sustracciones de su correspondencia personal, y la interferencia a las esporádicas visitas de su esposa que viajaba cuando podía desde Río Grande para que pudiera ver a sus tres hijitos, maduraron en el ánimo de León el plan de una fuga.
Imaginemos la Tierra del Fuego de aquella época: la población era apenas la décima parte de actual. No sólo aún no se notaban los efectos de la 19640, sino que no se sabía bien qué era esa ley. Las rutas no estaban pavimentadas, y Ushuaia, que se extendía desde la Base Naval hasta la calle Tekenika, con un ancho que no sobrepasaba las seis cuadras, aún no conocía la prepotencia de las cuatro por cuatro. Sin televisión en directo ni Internet, y adormecida por la tutela de la Armada, las botas del Proceso de Reorganización Nacional, siniestro eufemismo, sonaban muy lejanas a los oídos de nuestra ciudad.
En ese ámbito se desarrolló la fuga, y lo que sigue es un apretadísimo resumen de la misma.
"Mis compañeros de prisión me respetaban, y hasta me gané el aprecio de los más peligrosos, tal vez por haber sido infante de marina", continúa León, en un tono que, si bien no es modesto ya que conoce los valores de su gesta, está muy lejos de la jactancia.
La tradicional rivalidad entre fuerzas de seguridad hizo que, dada su condición de ex infante, se ganara la animadversión de sus custodios, y con su proyectada fuga, Medina maduraba la idea de demostrarles su superioridad. Reclutó un compañero que, a pocos días de la evasión, fue descubierto y trasladado a Río Gallegos. Afortunadamente, nada sospecharon de León, pero debió reprogramar el plan, incluyendo la incorporación de un nuevo interesado, un tal Carlos Rivas, al que, por seguridad, no le contó totalmente sus planes.
Como por su buena conducta podía realizar tareas fuera de la prisión, pudo, con tiempo, agenciarse distintos elementos: linternas, mapas, velas, caramañolas, elementos de cocina de montaña, aperos de pesca, una radio portátil, pinzas, tenazas, martillos, hacha, destornillador, alambre, y clavos. Casi 40 kilos de peso. Algunas de estas cosas las fue escondiendo en lugares estratégicos: sobre la bocha flotante del depósito del inodoro, en el zócalo portatubos fluorescente, en los armazones tubulares de la cama, etcétera.
Se preparaba físicamente haciendo gimnasia en un salón ubicado al lado del comedor de la alcaidía, y cuando lo enviaron a trabajar en el destacamento de Lapataia, aprovechó para practicar escalada en una palestra natural existente en las inmediaciones. A todo esto, su compañero de fuga no se ejercitaba, sólo fumaba y fumaba.
Tras tres meses de gestación, todo estuvo preparado. León hizo viajar a Buenos Aires a su mujer e hijos para que luego de la fuga, las autoridades no pudieran accionar sobre ellos. El día anterior, con una hoja de sierra introducida previamente, cortó un barrote de una de las ventanas del cuarto de duchas y dejó otro marcado para facilitar la fuga el siguiente, tapándolos con un par de medias mojadas para disimular el trabajo realizado.
De acuerdo a lo programado, luego de su fajina habitual en Lapataia, volvió al calabozo, acostándose como todos los días. Se levantó a medianoche, se vistió con su equipo de combate, al que previamente había teñido de negro, zapatillas y un gorro de lana verde oscuro. Disimuló su ausencia en la cama con una almohada, aparentando estar en ella durmiendo, al igual que Rivas, y apenas pasada la medianoche ambos se dirigieron al cuarto de duchas para comenzar la fuga.
Terminaron de cortar el segundo barrote y salieron por el boquete, León más fácil que Rivas, por la gordura de éste. Desde la ventana saltaron a una cornisa y de allí a un techo de chapas, donde la impericia de su compañero los hizo caer estruendosamente. Los perros vecinos, alertados, se desgargantaron ladrando, pero, afortunadamente, nadie salió a ver qué sucedía.
Una vez en tierra subieron por la calle Lasserre hasta la Colón, actualmente Campos, y desde allí hasta la Perrera de la Base Naval, desde donde, bajo una fina llovizna, continuaron hasta el Arroyo Grande, en un trayecto donde no había en aquel entonces otra cosa que no fuera barro, turba, árboles, arbustos y profundas quebradas. A media mañana vadearon el crecido arroyo, aguas arriba de la actual ruta 3 y el resto de la jornada les demandó llegar hasta las inmediaciones del Monte Olivia, en donde, vencidos por el cansancio, se cobijaron bajo un gran tronco caído, durmiéndose inmediatamente.