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Gabriel Ramonet - De la redacción de
el diario del Fin del Mundo
La gestión de la gobernadora Fabiana Ríos sigue saliendo airosa de la comparación con gobiernos y dirigencias anteriores, pero mantiene un saldo negativo respecto de las expectativas que ella misma generó.
Ninguna de las dos circunstancias debería ser minimizada. La primera porque es un logro importante de la actual administración, especialmente si se tiene en cuenta el estado en que recibió la Provincia y las dificultades que le tocó atravesar. La segunda porque constituye el punto de conexión con la esencia de quienes gobiernan, algo así como su propio espejo.
Si el Gobierno se conformara, simplemente, con ser mejor que Manfredotti, Colazo o Cóccaro, su matriz de análisis de la realidad se empobrecería hasta el límite de lo mediocre.
Si los funcionarios que acompañan a Ríos se mostraran exultantes, sólo porque buena parte de la población parece haber comprendido que una banda de forajidos es peor que este gobierno, no le estarían haciendo ningún bien a la percepción del mundo real que necesita siempre un gobernante.
La sensación es que Fabiana gobernó tres años con las reglas de un sistema que estaba impuesto por sus antecesores. Tambaleó al principio, cometió errores, chocó contra paredes de longitudes y espesores diversos, pero pasó.
Si bien es un mérito que nadie podrá negarle, el problema parece ser cómo interpretar el camino recorrido y, sobre todo, aceptar que aún no se ha modificado en casi nada la madeja de mecanismos subterráneos y prácticas nefastas que la propia dirigencia del ex ARI bautizó como “corrupción estructural”.
Dicho de otro modo: acorralada por las circunstancias, la actual gestión aprendió a pelear en el barro. Tejió una alianza imprescindible con el gobierno nacional, acomodó algunos tantos en la Legislatura, evitó confrontar con la Justicia y siguió la corriente de cierto reacomodamiento de los organismos de control.
Es decir que utilizó más o menos las mismas herramientas que sus predecesores pero con un nivel ético superior o, en todo caso, con fines menos espurios.
Por eso es que a pesar de los resultados, ronda la impresión de que el sistema político permaneció intacto, con la única diferencia de que sus intérpretes han moderado las formas y cambiado algunos objetivos.
En la comparación, todo va mejor si se mira hacia el pasado reciente, pero todo sigue igual si lo que se persigue es un cambio estructural de la realidad.
¿El gatopardo?
No es entonces la batalla contra sus antecesores la que debe poner eufóricos a los funcionarios gubernamentales, sino que sus energías deberían concentrarse en producir el verdadero cambio de paradigmas que marcaban los discursos (y las acciones) previas a su llegada al poder.
Acomodada la coyuntura, es tiempo de marcar agenda en los debates de fondo para producir una verdadera reforma institucional en la provincia.
Porque aunque “sin ajustes ni despidos” en el sector estatal, los jueces se siguen eligiendo a dedo (el propio gobierno lo hizo) mediante un sistema que todo el ex ARI se encargó de combatir y al que ahora se han acoplado mansamente las principales autoridades actuales.
Porque aún con “gestión transparente”, la reforma política sigue sin producirse (renovación legislativa por tercios o mitades, elección popular de jueces de la Corte, descenso en el piso del sistema de tachas, etc.).
Porque a pesar de la ley de límites, la de fomento de la industria, la del Fideicomiso Austral y la de la Universidad de TDF, los organismos de control siguen siendo cotos de poder, con prácticas cuasi feudales y con privilegios intocables.
Porque aunque sin casos graves de corrupción a la vista, los métodos de relación con la sociedad no se han modificado todavía. Las consultas populares, los funcionarios atendiendo en los barrios o haciendo la cola para sacar turno en el hospital, la veta “socialista” de la gestión, aún no pasa de la categoría de rótulo.
Lo que bien podríamos llamar la “deuda institucional”, sigue intacta.
El espejo que compara esta gestión con las anteriores arroja una imagen de alivio, de “menos mal que se fueron”, de “cómo nos pudo pasar”, de “peor no se puede”.
Pero otro espejo enfrenta al Gobierno con su propia historia de militancia, con las ideas innovadoras y las utopías, con el concepto de que “vamos a cambiar la historia porque es lo que hay que hacer”.
Y ese espejo devuelve una imagen difusa, fuera de foco, repleta de signos de interrogación.
La pregunta, en todo caso, es con cuál de los espejos se mira la gestión Ríos y, especialmente, qué piensa hacer con la imagen que le devuelven.
Las opciones son claras: conformarse con ser un poco mejor que sus predecesores, o marcar un hito en la historia de la Provincia.
Animarse a cambiar en serio, o que la gestión se convierta –como sostiene la máxima gatopardista– “en una de esas batallas que se libran, para que todo siga como está”.