Repasando la Historia

Septiembre de 1966: la operación Cóndor renueva la atención por Malvinas

06/08/2014
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or Lucas Potenze (*) - Para el diario del Fin del Mundo

En enero de 1966, siendo aún presidente el radical Arturo Illia, María Cristina Verrier, una periodista y autora teatral de 27 años hija de un conocido abogado y exfuncionario del gobierno de Arturo Frondizi, conoció al joven aunque ya experimentado militante de la Unión Obrera Metalúrgica, Dardo Cabo, también periodista e hijo de Armando Cabo, un ícono de la Resistencia Peronista. Dícese que ocurrió en una entrevista y que allí nació una relación sentimental entre ambos, aunque lo que aquí nos interesa es que fue en esa ocasión que la muchacha le presentó a Cabo una idea que desde que había conocido las Malvinas, en un viaje de turismo, venía dominando sus pensamientos: secuestrar un avión de línea, desviarlo a las islas y hacer allí actos de soberanía que pusieran en el candelero internacional el secular conflicto. Recordemos que en aquéllos años el secuestro de aviones con fines políticos no era algo excepcional y eran varios los grupos de izquierda que habían desviado aviones de línea con destino a Cuba para burlar el bloqueo norteamericano. En el plano local, en septiembre de 1964, un aviador argentino, Miguel Fitz Gerald había hecho un vuelo solitario a Puerto Stanley para plantar una bandera argentina, tomar unas cuantas fotografías y movilizar de esa manera a la opinión pública sobre la cuestión de nuestra soberanía usurpada.
Dardo Cabo tomó la idea con entusiasmo y se ocupó de reclutar el contingente que llevaría a cabo el operativo: su segundo sería el militante de la extrema derecha peronista Alejandro Giovenco, a quienes se sumaron otros quince voluntarios, seis de ellos “empleados” u oficinistas, cuatro estudiantes y cinco obreros, en su mayoría del gremio metalúrgico. Aunque preferían definirse como nacionalistas y cristianos, casi todos ellos eran peronistas y con alguna experiencia de lucha en aquellos años de proscripción. El plan era sin duda audaz y de resultado incierto: el avión a secuestrar, un Douglas DC–4 de Aerolíneas Argentinas que viajaba por la madrugada entre Aeroparque y los aeropuertos de Río Gallegos y Ushuaia, apenas si tenía combustible para llegar a Puerto Stanley; allí, el único lugar donde era factible aterrizar era la pista de un hipódromo, donde lo había hecho Fitz Gerald dos años antes; se suponía que podrían bajar rápidamente del avión, tomar por sorpresa la casa de gobierno (la guarnición inglesa apenas si superaba los veinte soldados), plantar banderas argentinas en sitios de valor simbólico y lanzar una proclama por la radio de las islas reivindicando la soberanía argentina. Lo que pasaría después era una incógnita: o serían devueltos al continente, o juzgados en Londres o morirían durante los enfrentamientos que pudieran sucederse.
Si bien en un principio se pensaba realizar el operativo el 20 de noviembre, en coincidencia con el día de la soberanía, varios factores hicieron que se decidiera adelantarla para el 27 de septiembre: en primer lugar, el 28 de junio un golpe de estado encabezado por el general Juan Carlos Onganía había depuesto al gobierno de Illia y en esos días el canciller del gobierno de facto, Nicanor Costa Méndez, debía presentar en el recinto de las Naciones Unidas el reclamo por la soberanía de las islas, fortalecido por la Resolución 2065 de la Asamblea General, dictada el año anterior, que invitaba a la Argentina y el Reino Unido a reanudar conversaciones para solucionar en forma pacífica el diferendo.
Por otra parte, se iba a encontrar de visita en la Argentina Felipe de Edimburgo, esposo de la reina de Inglaterra, y por último, aunque no hay certezas de que los jóvenes lo supieran, en ese vuelo viajaría el gobernador de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, contralmirante José María Guzmán, bajo cuya jurisdicción, según las leyes argentinas, estaban las Malvinas.
Dos pasajeros se unieron al contingente: el periodista Héctor Ricardo García, director del diario “Crónica” y la revista “Así” junto a un fotógrafo, quienes documentarían la acción para que se conociera en el país y repercutiera en el mundo entero.
La operación fue en principio exitosa: gracias a la pericia del comandante, Ernesto Fernández García, el avión pudo aterrizar en la improvisada pista aunque el tren de aterrizaje quedó deteriorado y hundido en el barro; los comandos bajaron del avión por medio de sogas, ya que no había escalerillas, plantaron siete banderas argentinas y repartieron entre los curiosos un manifiesto en ambos idiomas explicando el sentido de la operación. Siguiendo con el plan, Dardo Cabo y María Cristina se dirigieron a la casa del gobernador pero fueron rechazados por la guardia local, la que rápidamente rodeó el avión con reflectores y armas largas, obligando a los comandos a permanecer en el avión. De todos modos, desde su radio lanzaron su proclama declarando que transmitían desde territorio argentino, rebautizaron Port Stanley como “Puerto Rivero” y se autocalificaron como “cristianos, argentinos y jóvenes pertenecientes a militancias políticas distintas” [pero que] “asumían sin titubeos la responsabilidad de mantener bien alto el pabellón azul y blanco de los argentinos” y concluían diciendo que creían en “una patria justa, noble y soberana [y hablaban] en nombre de todos cuantos habitan nuestro suelo y en especial de la juventud argentina. O concretamos nuestro futuro o moriremos con el pasado”. Esta proclama fue publicada en “Así”, el día 8 de octubre.
Quién se encontraba en una posición ciertamente embarazosa era el gobernador Guzmán. Por un lado no podía ignorar que se encontraba no sólo en tierra argentina sino en el extremo oriental de la provincia de la cual él era gobernador, por lo que hubiera tenido su lógica que asumiera la autoridad que nuestras leyes le conferían (aunque el hecho de haber sido designado por un gobierno de facto empañaba su legitimidad), pero por otro lado no podía avalar el secuestro de un avión ni pretender asumir de hecho una soberanía que su país estaba negociando en otros ámbitos. En la disyuntiva, optó por no hacer nada, lo que fue luego duramente criticado por los “cóndores”.
A media mañana la situación se encontraba en un punto ciego: los miembros del grupo sitiados en el avión y la guardia de Malvinas sin decidirse a actuar por temor a producir víctimas inocentes. Así siguieron las cosas hasta que la mediación del sacerdote católico, el holandés Rodolfo Roel, ofreció un principio de solución. Logró que los pasajeros dejaran el avión y se alojaran en casas de los isleños y esa noche, a pedido de Cabo, ofició una misa en español a bordo del avión, tras lo cual todos cantaron el himno argentino. A la mañana siguiente, Roel persuadió a los miembros del grupo de que ya habían logrado lo máximo que era posible esperar: que las banderas argentinas habían flameado en las islas durante 36 horas, que su acción se estaba dando a conocer en los principales diarios del mundo y se ofreció a convertirse en depositario de las armas y las banderas, evitando así a los jóvenes el tener que pasar por la vergüenza de entregarlas a las fuerzas británicas. Además, los alojó en la iglesia, donde permanecieron unos días bajo fuerte custodia hasta que fueran evacuados al continente por el buque de la Armada “Bahía Buen Suceso”.
Llegados a Ushuaia, fueron alojados en las comisarías de Ushuaia y Río Grande, pero debido a que debían ser juzgados en la Cámara Federal de Bahía Blanca, fueron trasladados a esa ciudad donde comenzaron las actuaciones el 22 de noviembre. Los abogados de la defensa fueron el fueguino José Salomón, Fernando Torres, apoderado de la Unión Obrera Metalúrgica y César Verrier que defendió a su hija. Como aún no estaba tipificado el delito de secuestro de aviones, se los acusó por “privación ilegítima de la libertad”, “tenencia de armas de guerra”, “delitos que comprometen la paz y dignidad de la Nación”, “abuso de armas”, “asociación ilícita”, “robo calificado en despoblado”, “intimidación pública” y “piratería”, pero aunque parezca irrisorio ante tal volumen de imputaciones, quince de los acusados merecieron sólo nueve meses de prisión. Alejandro Giovenco, Juan Carlos Rodríguez y Dardo Cabo, por tener antecedentes penales, fueron condenados a tres años de cárcel.
Para algunos autores, la operación Cóndor es el primer acto de la escalada de violencia política que tanta sangre hizo correr por nuestro país en los diecisiete años siguientes; además puso en peligro varias vidas inocentes de los pasajeros del avión y complicó la posición diplomática argentina en Naciones Unidas en momentos en que se debían iniciar negociaciones serias sobre la cuestión de la soberanía en las islas. Además, el hecho de que hayan depuesto su actitud sin que haya habido un solo disparo, hace que sus críticos vean una aventura juvenil donde otros ven un acto de heroísmo genuino. Del otro lado, se sostiene que la intención no era conquistar las Malvinas sino demostrar que había una juventud dispuesta al sacrificio por defender los intereses superiores de la Nación, que la bandera argentina flameó en Malvinas después de 133 años, que la noticia apareció en los diarios de todo el mundo haciendo público no sólo la existencia del conflicto sino la voluntad del pueblo argentino de no olvidarlo y por otro lado quedó al descubierto la desidia del gobierno militar ante el reclamo por Malvinas. Entre ambas posturas, hay que reconocer que la operación, convenientemente elogiada por diversos medios periodísticos, fue vista con simpatía por buena parte de la ciudadanía, que vio en el comando a un grupo de jóvenes resueltos e idealistas, acaso un antecedente directo de las organizaciones político–militares que comenzaron a actuar bajo esa misma dictadura algunos años más tarde.
Lo que vino después fue parte de la tragedia argentina: Dardo Cabo, incorporado al grupo Montoneros, fue primero preso y luego asesinado durante un traslado; Alejandro Giovenco, que continuó en la militancia nacionalista de extrema derecha, murió al explotarle una granada que llevaba disimulada entre sus ropas; otros murieron en luchas entre facciones enfrentadas de la lucha revolucionaria, dos de ellos fueron asesinados por la Triple A y otros dos engrosan hoy las listas de desaparecidos durante la última dictadura. En definitiva, hoy sólo sobreviven nueve de los 18 que abordaron al avión de Aerolíneas Argentinas. En cuanto a la acción oficial, sabemos que cuando el gobierno de Galtieri invadió el archipiélago, en los primeros días desde el aparato propagandístico gubernamental se intentó construir un hilo conductor entre ambos desembarcos (se volvió a llamar “Puerto Rivero” a lo que finalmente fue nominado como “Puerto Argentino”), pero pronto dieron marcha atrás al reparar en que varios de los comandos habían continuado su militancia en lo que ellos llamaban “bandas de delincuentes subversivos marxistas”.
Malvinas sigue siendo una “tierra cautiva de un rubio tiempo pirata”, como dijo Atahualpa en su bellísimo poema; una fuerza de 2000 Royal Marines desalienta cualquier aventura de jóvenes nacionalistas y más de mil muertos de ambos bandos han llevado el conflicto por las islas a convertirse en una suerte de trauma para todos los argentinos, que difícilmente podremos evitárselo a las futuras generaciones. Comparada con la guerra, la aventura de los “cóndores” parece una anécdota, pero, aun así, es un hecho que ha quedado impreso en la memoria colectiva y nadie que se dedique al estudio de la historia de nuestra provincia, puede ignorarlo.

(*) Historiador. Profesor de Historia