A 14 años del desastre

Crónica de una Navidad negra

21/12/2015
L
a mujer, entrada en carnes y en años, está sentada en un silloncito plegable en la vereda de enfrente de la sucursal de uno de los supermercados de Paraná, bajo un árbol de ramas bajas, iluminada a desgano por las luces de la calle.
Como una deidad objeto de culto, a su alrededor se acumulan mercaderías de todo tipo que metódicamente acercan su esposo, hijos, nueras y nietos, perfectamente organizados en su accionar entre tanta confusión, corridas, gritos y excitación, todo bajo la despreocupada mirada de algunos policías que si amagaron en algún momento con defender la propiedad privada, desistieron apenas la muchedumbre comenzó a avanzar hacia el local vidriado.
Hormas de queso, fiambres varios, bebidas alcohólicas de todo tipo, marca y precio, panes dulces, mantecoles, turrones, costillares, achuras, algo de ropa. La mujer hace un rápido inventario mientras su familia sigue sacando cosas del supermercado.
De pronto, como respondiendo a una señal de alarma interior, gira la cabeza hacia su izquierda y hace foco en nosotros, parados a unos 20 metros. A un golpe de vista repara en la cámara de fotos de Boris y en mi libreta de notas.
“¿Y ustedes de dónde son?”, larga en tono amenazante.
“Del Uno señora”, respondemos al unísono con el Negro.
Apenas escucha el nombre del diario sonríe, se levanta con esfuerzo y sigue hablando sin darnos tiempo a intercalar palabra alguna: “¿Del Uno?, vengan chicos, tomen. Llévense fiambre, algún pan dulce, si ustedes la están pasando tan mal como nosotros, delen, lleven”.
Toma un queso enorme de una redondez perfecta y lo extiende hacia nosotros, con una sonrisa cruzándole la cara a lo ancho, satisfecha por estar cometiendo lo que entiende es un acto de justicia.
Es que ella sabe, como tantos porque el tema había tomado estado público, que llevamos meses sin cobrar, que nos pagan con bonos Federales mientras la empresa cobra en pesos la generosa pauta oficial, que los directivos y algunos de sus buchones también cobran en pesos, que estamos en negro y que nuestro vínculo con el medio es a través de una cooperativa trucha.
Con Boris nos miramos, agradecemos, decimos gracias pero no, y ante la insistencia aceptamos llevarnos un ananá fizz que vamos a destapar un rato más tarde en la Redacción, mientras terminamos de cerrar la edición y miramos de reojo por la tele cómo también se incendia el resto del país. Y mientras desde una oficina nos llega la letanía de quejas y amenazas de un director inútil que se empastilla para evadirse de la realidad, y que nos amenaza con descontarnos del sueldo el arreglo de la luneta de uno de los autos que alquila el diario, destrozada a pedradas en una de las tantas refriegas que hay en la ciudad por esas horas febriles.

Imágenes 

En aquéllos días de diciembre de 2001 para nosotros la noticia dejó de ser noticia y la cobertura del conflicto social pasó a ser una rutina. Si en principio el rumor sobre un conato de saqueo disparaba la partida rauda de la dupla periodista-fotógrafo hacia el lugar para ver qué pasaba, bastó poco después con salir a recorrer la ciudad para registrar lo que ya eran certezas.
Tanto fuera una sucursal de los grandes supermercados o de un almacén de barrio, la metodología era la misma. Hombres y mujeres de todas las edades se agrupaban desganadamente en las inmediaciones del objetivo, y tras una tensa espera alguien daba una señal imperceptible y se iniciaba la carga. Si se trataba de un supermercado encontraban la resistencia de policías y gendarmes y el enfrentamiento era inevitable. Si se trataba del almacén del barrio el localcito terminaba siendo tierra arrasada, ya que no contaba con protección alguna. Hasta que en algún momento ya no hubo custodia para casi nadie, y casi todos corrieron la misma suerte.
Las imágenes de aquéllos días de diciembre en una Paraná convulsionada se suceden sin orden al recordarlas y repasarlas 14 años después, pero todas reflejan con crudeza la debacle de un país que tocó fondo. Inflación, recesión, corralito, desocupación, cuasi monedas, caída del poder adquisitivo, protestas, piquetes, cortes de calles y de rutas. Hambre, represión, muerte.  
Imágenes de los saqueos, del enfrentamiento del pueblo contra el pueblo, de pobres contra pobres, y también del oportunismo cínico de los que más tienen.
Del tipo que se lleva una res entera en un carrito tirado por un caballo famélico, feliz porque sabe que después de mucho tiempo va a poder dar de comer a sus hijos un poco de carne, y del que atiborra su 4x4 con cajas de bebidas importadas. Del que se lleva toda la comida que puede en bolsas y bolsos y del que se lleva un libro, o una sartén, o una zapatilla sola. Del que saquea por necesidad y del que lo hace para no quedarse atrás. Del comerciante que perdió todo y llorando mira alejarse corriendo con algo bajo el brazo al tipo al que hasta ayer le sacaba fiado porque no tenía un mango. La miseria material y la miseria del alma en la misma foto. 
Imágenes que se suceden, caóticas, como la del policía de la montada que con su caballo encierra contra una pared y sin motivo alguno a una adolescente embarazada, que resiste la embestida a puro insulto, mientras ocasionales testigos piden a gritos al uniformado que la deje en paz.
Como la de ese muchacho que en la estación de servicio desafía a todos con los brazos en cruz, la manguera de un surtidor en una mano y un encendedor en la otra.
Como la de los gendarmes que desactivan un intento de saqueo cargando a la carrera bastón en mano contra la muchedumbre provocando el desbande, mientras periodistas, fotógrafos y camarógrafos levantamos las manos como pidiendo posición adelantada, tratando de salir indemnes de la repartija de palazos.
Como la de los pibes de un barrio pobre que muestran sus espaldas y piernas tatuadas surcadas por las marcas de las balas de goma. “Los ratis pasan en las camionetas y tiran a lo que se mueve”, protestan.
Como la de los selectivos retenes policiales que apelando al concepto de portación de cara y de piel dejan pasar sin control a las camionetas importadas, y obligan a detenerse y someterse a la requisa a los autos más viejos y destartalados conducidos por morochos en cueros. O la de esos hombres que ante la proximidad del retén se bajan de sus ciclomotores y escapan por unos pastizales, seguidos por policías que a los gritos les piden que se detengan sin lograr su cometido.
Como la de la puerta quemada de la Casa de Gobierno, la de la gente en los piquetes respondiendo con piedras a las balas de goma, a las de plomo, y a los gases lacrimógenos, o la de los políticos cruzando acusaciones entre ellos mientras evitan salir a la calle por miedo a ser linchados.
Como la de los grupos de choque de la Policía defendiendo ferozmente el intento de saqueo al Wal Mart y en medio de la confusión, cuando con Boris intentamos alejarnos de la nube de gases con ojos llorosos y casi sin poder respirar, una mujer que se corporiza de la nada se nos cuelga llorando y nos pide desesperada que la saquemos de ahí porque la van a matar, y nos vamos corriendo los tres por el estacionamiento con detonaciones de todo tipo como macabra música de fondo.
Como la del féretro de uno de los tres muertos que hubo en Paraná en esos días -Eloísa Paniagua (13 años), Romina Iturain (15) y José Daniel Rodríguez (25)-, víctimas de las balas policiales y de una crisis generada por un gobierno y las medidas que implementó, y fogoneada por la especulación financiera y los intereses mezquinos de la dirigencia política.
Como la de los televisores de la Redacción mostrando a los analistas hablar como gurúes, con fingida autoridad, sobre por qué pasa lo que está pasando, y sobre lo que va a pasar mañana. 
Como la del clima espeso en las noches de una ciudad en pie de guerra, un respiro entre tanta locura cuando volvemos a nuestras casas después de cubrir el desastre, aunque el miedo camina junto a nosotros al desandar calles vacías e interminables.
“Por fin vamos a tener una Navidad como la gente”, celebra la mujer entrada en carnes y en años mientras le aceptamos el ananá fizz. Una Navidad negra.
Horas después el helicóptero levanta vuelo desde el techo de la Rosada llevándose a Fernando de la Rúa. Y comienza otra historia, con otras imágenes.

Por Norman Munch
Fotos: Boris Cohen