Punto de vista

El legado de Roberto

13/07/2018
M

e gusta el momento de una conversación, en que la persona se apasiona por algo.
Le cambian las facciones, los ojos se le inyectan de júbilo, las manos se inquietan, las palabras se pintan de colores.
A Roberto Cabezas le pasaba eso cuando recordaba anécdotas de los primeros tiempos del Diario del Fin del Mundo.
De repente, como un refucilo, abandonaba una mueca adusta, una mirada perdida en algún laberinto interno, y sonreía como un chico al que le preguntan por su regalo recién recibido.
Y entonces contaba con lujo de detalles aquel cierre maratónico donde nadie había podido dormir, los milagros perpetrados por una máquina de imprimir antigua, o los alocados viajes regulares a Río Grande para distribuir el matutino a puro pulmón.
No era lo único que lo apasionaba. Sin entenderlo demasiado, aunque abstraído por su entusiasmo, le he visto hacer discursos imposibles sobre modelos de autos, y describir con minuciosidad contagiosa decenas de historias de viajes.
Yo no fui amigo de Roberto pero me fui convirtiendo, con el tiempo, en un contemplador de sus pequeñas actitudes.
Lo he visto prestar dinero a compañeros de trabajo a los que no les alcanzaba para comprarse el auto, he recibido sus mensajes de texto felicitándome cuando una nota que había escrito le gustaba, y le he observado resolviendo conflictos éticos sobre periodismo con una naturalidad poco habitual en un dueño de medios de comunicación.
He practicado en las últimas horas ese estúpido juego que consiste en recordar cuál habrá sido la última vez que nos vimos.
En estos casos me gusta hacerle trampa a la memoria y elegir tres o cuatro escenas, sabiendo que no fueron las últimas, pero decidiendo que serán aquellas que me gustaría guardar para siempre.
En una de esas fotos estoy entrando a su oficina en el diario justo cuando él estaba en pleno proceso de selección de las tapas históricas con las que se proponía hacer una gran muestra.
Entonces me cuenta sobre el proyecto mientras los ojos se le iluminan y pasa las páginas de un ejemplar chamuscado por el incendio que sufrió la redacción hace unos años.
En otra foto estoy con Roberto, con Fulvio y con Sandro, terminando de almorzar en un restaurante del centro. Está tan entusiasmado por unir una historia con otra que el tiempo vuela y no puede parar de reírse. “Habría que escribir un libro con todo esto”, me animo a decirle, creyendo que habrá tiempo para todo.
La última imagen es en la confitería de un hotel de Río Grande, donde nos encontramos de casualidad, y donde intercambiamos palabras triviales, como corresponde que suceda en las grandes despedidas.
Unos meses antes de aquel encuentro, se me ocurrió compartir con Roberto la introducción de un libro que tengo terminado y que alguna vez publicaré, y que intenta reflejar en una serie de artículos, distintos aspectos que caracterizan a la sociedad donde vivimos.
Por azar o porque estaba destinado a este momento, conservé la respuesta:
“Gabriel, hace un par de años pasé por Temperley y recuerdo haber pensado en vos y en Pochi, el vendedor de Telebingo. Le comenté entonces a quien venía conmigo: en este barrio deben ser todos fanáticos del fútbol. Yo conozco a dos y son así. Leyendo la introducción que me mandaste me volvió a pasar lo mismo por la cabeza, en este sentido: ojalá los fueguinos tengamos alguna vez un rasgo cultural tan marcado. Pese a ser hijo de un fueguino, y que una calle de Ushuaia y otra de Río Grande lleven su nombre, y de haber nacido yo mismo en Río Grande, pienso que todavía nos queda mucho camino por recorrer como sociedad. Te mando un gran abrazo, y espero con ansiedad la salida del libro para poder entender mejor el lugar en el que vivo. Roberto”.
Hoy te retribuyo ese abrazo adelante de todos.
Lo hago mientras escribo estas líneas de despedida.
Lo hago sabiendo que serán publicadas en el diario que vos ayudaste a fundar.
Lo hago seguro de que tu legado sigue vivo.
Lo hago, saludándote, por la hermosa vida que te animaste a vivir.

Autor : Gabriel Ramonet
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