ste día, el naturalista Charles Darwin logra ascender a una elevación y hacer una descripción de la vista panorámica que puede visualizar.
“Una cresta conectaba esta colina con otra, distante algunas millas y más alta, de modo tal que en ella se veían manchones de nieve. Dado que todavía era temprano, resolví caminar hacia allí y recoger material a lo largo del recorrido. Hubiera sido una tarea muy dura de no ser por la senda hecha por los guanacos, bien trazada y recta, ya que estos animales, al igual que las ovejas, siguen siempre la misma línea” (Charles Darwin. Los viajes del Beagle. Diario y observaciones /1832-1836).
“Cuando alcanzamos la colina, descubrimos que era la más alta de las inmediaciones, y que las aguas corrían hacia el mar en direcciones opuestas. Obtuvimos una amplia vista del paisaje circundante. Hacia el norte se extendía un turbal pantanoso, pero hacia el sur teníamos un paisaje de esplendor salvaje bien digno de Tierra del Fuego. Había una cierta misteriosa grandeza en esa secuencia: montaña tras montaña, y los profundos valles intermedios, todo cubierto por una masa boscosa densa y oscura”.
Lo impactante del paisaje, de alguna manera se contrarrestó con el clima del lugar. “Del mismo modo, en este clima (en el que una tormenta sucede a otra con lluvia, granizo y aguanieve) la atmósfera parece más negra que en ninguna otra parte. En el Estrecho de Magallanes, si se mira directamente hacia el sur desde Puerto del Hambre, los distantes canales que hay entre las montañas parece estar, por su tenebrosidad, más allá de los confines de este mundo”.
Como confirmación del clima cambiante fueguino descrito por Darwin, el día siguiente, el ‘Beagle’ reanudó su navegación rumbo al Cabo de Hornos, “favorecido en un grado poco común por una suave brisa del Este, alcanzó las islas Barnevelt, y después de pasar el cabo Deceit (Engaño) y sus picos rocosos, a eso de las tres de la tarde doblamos el azotado Cabo de Hornos. La tarde era calma y brillante, y disfrutamos de una excelente vista de las islas circundantes. Sin embargo, el Cabo de Hornos demandó su tributo, y antes de la noche, envió una tormenta de viento justo contra nuestros dientes. Salimos a aguas abiertas, y volvimos a acercarnos a tierra recién al segundo día, cuando, por barlovento, vimos este promontorio en su mejor forma…” (op.cit.).