l evento telúrico que sorprendió a nuestra provincia el pasado viernes sin dudas engrosará el anecdotario popular. Terremoto fue el del 49 afirmarán algunos, y quizás, en términos de gravedad resulte válida la afirmación, aunque bien vale trazar algunos paralelismos entre uno y otro suceso para tomar una perspectiva un tanto más aproximada a la realidad. El de 1949 tuvo epicentro sobre tierra, al noroeste de la isla (equidistante aproximadamente 200 kms. de Río Grande y Ushuaia), alcanzó una magnitud de 7,7 grados y su hipocentro se localizó a 10 km de profundidad. El del pasado viernes tuvo epicentro sobre el mar al sur de la isla (aprox a 200 kms. de Ushuaia), alcanzó los 7,4 grados y su hipocentro se localizó también a 10 km de profundidad. Similitudes al margen, la diferencia fundamental radica en las herramientas que se han desarrollado en el lapso de tiempo transcurrido. Si bien los entendidos aseguran que resulta imposible pronosticar con exactitud cuándo podrían producirse este tipo de fenómenos, no menos cierto es que se ha registrado un avance significativo, al menos en algunos países, en lo que a protocolos se refiere orientados a reducir drásticamente la pérdida de vidas humanas ante situaciones de esta naturaleza.
El desarrollo de herramientas comunicacionales, el entrenamiento en la respuesta de la población ante situaciones críticas y la capacidad de identificar inmediatamente la amenaza para adoptar las determinaciones con la velocidad adecuada marcan la diferencia. La mecánica de la previsión sobre las variables controlables es un ejercicio que debería formularse con mayor rigurosidad. La virtud de analizar y planificar tipos de respuestas ante situaciones críticas, sin duda presenta una ventaja ante la incertidumbre, característica inherente a fenómenos naturales de este tipo, en los que como se dijo resulta imposible su predicción.
No es la idea sentarnos sobre la comodidad de la crítica y de la facilidad de la postura del habría que hacer tal o cual cosa, para eso están los que saben.
Pero sin duda debe reconocerse que lo ocurrido tuvo, afortunadamente, una alta cuota de suerte, y la cuestión no pasó a mayores.
Aprender de las experiencias es un proceso valioso, y por ello no debe subestimarse ni disimularse con sobreactuaciones institucionales.
Encontrar el procedimiento para analizar qué sucedió y qué más pudo haber sucedido.
Qué de lo actuado funcionó en justa oportunidad y qué no, son apenas algunas de las inquietudes que se nos presentan.
Cuánto de lo aplicado en otros países con mayor experiencia en este tipo de situaciones, Chile por ejemplo, es replicable para el perfeccionamiento de nuestros protocolos.
A diferencia de otras provincias del país también calificadas de riesgo sísmico, nuestra condición de insularidad vuelve a darnos un aspecto diferencial relevante que, ante una condición real de catástrofe sin duda superaría las posibilidades de respuesta local, tal como se ha observado en situaciones de colapso recientes como por ejemplo las inundaciones registradas en Bahía Blanca. Mal que nos pese, nuestro país no cuenta con un sistema de emergencia nacional apto para responder en asistencia de desastres. Y a pesar de las experiencias nada indicaría que se haya ejercitado la virtud del aprendizaje.
Dado que los modelos de previsión pueden estar sesgados si no se consideran todas las variables, vale mencionar que de un lado de la cordillera hubo un Estado que en cabeza de su máximo representante anunciaba que ante la eventualidad todos los recursos estarían a disposición, del otro…
En fin, la suerte y la casualidad nos dan una nueva oportunidad para aprender.
(*) El Comité Editorial está conformado por un grupo de periodistas de EDFM. El desarrollo editorial está basado en su experiencia, investigación y debates sobre los temas abordados.