a historia electoral argentina está marcada por dos grandes transiciones que, separadas por más de un siglo, comparten un mismo sentido: la emancipación del ciudadano frente a los mecanismos de control y manipulación del poder.
A fines del siglo XIX, el voto cantado simbolizaba la subordinación del individuo al poder político y económico. Votar en voz alta, frente a todos, implicaba exponer la preferencia electoral ante patrones, jefes políticos o caudillos locales. Aquello no era un acto de libertad, sino una ratificación pública de obediencia.
Con la Ley Sáenz Peña de 1912, el país dio un salto civilizatorio al instaurar el voto secreto, universal y obligatorio. Fue el paso del voto esclavo al voto libre, el momento en que el ciudadano recuperó su voz sin miedo, protegido por el anonimato y la intimidad del cuarto oscuro.
Más de cien años después, la Argentina vivió otro proceso semejante, aunque menos reconocido en su profundidad democrática. Durante décadas, el sistema de boletas partidarias reprodujo, en otro plano, la misma lógica de dependencia y vulnerabilidad.
El ciudadano debía buscar entre pilas desordenadas las boletas de su preferencia; muchas veces esas boletas desaparecían, se mezclaban, se cortaban o se falsificaban. Los partidos con mayores recursos económicos o logísticos podían garantizar su presencia en el cuarto oscuro, mientras los más pequeños dependían del azar o la buena voluntad.
El votante, en lugar de ser un sujeto soberano, volvía a ser un rehén de la maquinaria política, atrapado entre trampas, desorganización y maniobras.
La boleta única, en cambio, ha significado —como lo fue el voto secreto en su momento— un acto de liberación democrática.
Por primera vez, el ciudadano tiene frente a sí un instrumento neutral, igualitario y transparente. Todos los partidos, grandes o pequeños, comparten el mismo espacio; nadie puede apropiarse del acto de votar ni condicionar el acceso al instrumento del sufragio.
El elector ya no depende de punteros, fiscales o “repartidores” de boletas: vuelve a ser dueño de su decisión, amparado por la simplicidad, la claridad y la igualdad de condiciones.
Así como el voto secreto liberó al argentino del miedo y del control del patrón, la boleta única lo libera de la manipulación, del desorden y del clientelismo.
Ambas transformaciones representan momentos de emancipación cívica, hitos en una misma línea evolutiva: la que lleva al ciudadano desde la tutela del poder hacia la plena autonomía en el ejercicio de su soberanía.