o ocurrido durante el pasado fin de semana durante el desarrollo de la final del Turismo Pista en el autódromo de Tolhuin nos vuelve a interpelar como sociedad. La violencia en el deporte dejó de ser un episodio aislado para transformarse, con inquietante regularidad, en una forma de comportamiento social que muchos ya esperan como parte del paisaje. No aparece solo en grandes finales ni en rivalidades históricas, se cuela en partidos menores, en pruebas automovilísticas, en canchas escolares y hasta en entrenamientos. Y esa expansión es la señal más alarmante. Porque cuando la violencia se vuelve frecuente, deja de ser un “accidente” y pasa a ser un lenguaje. Un lenguaje tosco, pero eficaz para quienes lo adoptan: intimida, descarga frustraciones, ordena emociones, marca pertenencias. El deporte, que debería funcionar como ritual de competencia contenida, se convierte así en un escenario donde se ensayan formas de convivencia cada vez más ásperas.
Conviene despejar una ilusión cómoda: la violencia no es “la pasión desbordada”. La pasión, por sí sola, no explica la repetición ni el contagio. Lo que vemos es otra cosa, una cultura de la reacción inmediata, del orgullo susceptible, del “me miró mal” convertido en ofensa imperdonable. En un clima social donde la paciencia se agota rápido y el desacuerdo se vive como ataque personal, el deporte resulta un amplificador perfecto. Hay falsas identidades fuertes, emociones intensas, adversarios claros y un público que observa. En ese contexto, la agresión se vuelve una salida tentadora, da la impresión de control cuando en realidad es pérdida de control, y ofrece una falsa sensación de reparación, como si golpear o humillar equilibrara una injusticia invisible.
La escalada suele empezar antes del golpe. Comienza en el tono, el insulto fácil, el cántico degradante, la burla que busca herir, la amenaza dicha “en joda”, el gesto de desprecio que invita a responder. Se instala una lógica de espejo, si el otro provoca yo tengo derecho a devolver; si el otro grita, yo grito más; si el otro empuja, yo pego. En esa cadena, el punto decisivo es la normalización. Cuando el entorno no corta a tiempo -cuando mira para otro lado, cuando minimiza, cuando justifica-, el mensaje social es claro, y erróneamente se decodifica como que esto es aceptable, esto es parte del juego. Y entonces la violencia crece por imitación. Alguien lo hace una vez, otro aprende que “se puede”, y el umbral se corre. Lo que ayer era escándalo, hoy es costumbre.
También hay una transformación en la manera en que se construye al rival. El adversario deportivo, que debería ser condición necesaria del juego, pasa a ser un enemigo. Ya no se le discute una jugada o como en este caso una maniobra, se le adjudica una esencia. “Son así”, “no entienden”, “no merecen”. La deshumanización es el paso previo a la agresión. Cuando el otro deja de ser una persona y se vuelve un símbolo, cualquier cosa parece permitida. Por eso la violencia en el deporte no es solo un problema de estadio, de cancha o de autódromo, es un síntoma de una sociabilidad deteriorada, donde cuesta sostener el desacuerdo sin convertirlo en pelea.
La escena se repite con una precisión triste: un fallo arbitral o un error propio dispara la ira, la grada se enciende; alguien insulta, otro responde y la tensión se contagia como fuego en pasto seco. Y aquí entra un factor decisivo, la educación emocional colectiva. Mucha gente llega al deporte con una mochila de frustraciones, ansiedad o enojo acumulado, y en el evento deportivo encuentra un espacio para descargarlo. Pero descargar no es resolver. La descarga refuerza el hábito. Si cada enojo termina en violencia, el cerebro aprende un atajo: ante la frustración, agredir. Eso explica por qué la frecuencia aumenta. No es solo “lo que pasa”, es lo que se aprende a hacer.
A esta dinámica se suma un rasgo muy contemporáneo que no es otro que la dificultad para aceptar límites. El deporte es, por definición, un sistema de límites. Reglas, árbitros, sanciones y tiempos. Cuando una sociedad se acostumbra a discutir toda regla como si fuera negociable o injusta, el deporte se vuelve un campo de batalla por el límite mismo. Y allí, donde debería primar el aprendizaje, se cuela la idea de que perder es una humillación intolerable y que el límite es una provocación.
El resultado social es serio. La violencia expulsa a quienes no quieren vivir el deporte como un entorno hostil: familias, chicos, gente mayor, personas que simplemente buscan disfrutar. Se pierde diversidad y se estrecha el espacio público. Se instala el miedo como organizador de la experiencia deportiva. Y cuando el miedo ordena, el deporte deja de cumplir su función de encuentro. Además, se transmite un lamentable aprendizaje generacional: si los adultos resuelven tensiones a los gritos o a los golpes, los más jóvenes incorporan que la agresión es una forma válida de defender la identidad.
Si queremos frenar esta deriva, el primer paso es cultural, dejar de romantizar la violencia como “folklore”. Nombrarla como lo que es, un fracaso de convivencia. El segundo paso es práctico y cotidiano, intervenir temprano. No esperar al golpe para reaccionar. Cortar el insulto, sancionar la amenaza, desactivar la humillación. Reforzar el valor del límite y del respeto como parte del juego, no como moralina externa. Y, sobre todo, recuperar una idea simple que hoy parece contracultural: el rival no es un enemigo, es la condición que hace posible el deporte. Competir no es odiar, es medirse bajo reglas compartidas.
La violencia en el deporte, en definitiva, es un espejo que refleja cuánto toleramos como sociedad que el desacuerdo se convierta en agresión. Si aceptamos que un evento deportivo sea un lugar donde “todo vale”, terminamos aceptando -sin decirlo- que la vida común también funcione así. Por eso el desafío no es solo deportivo: es cívico. Se trata de recuperar el deporte como escuela de autocontrol, de respeto y de límite. Porque si el juego deja de enseñar a perder, a esperar, a aceptar una regla, lo que queda no es competencia, es una pedagogía oscura donde gana quien impone miedo. Y ese aprendizaje, tarde o temprano, se desborda fuera de la práctica deportiva y nos refleja en la conducción, en la representación política generando un daño profundo en la idea de la sana convivencia.
(*) El Comité Editorial está conformado por un grupo de periodistas de EDFM. El desarrollo editorial está basado en su experiencia, investigación y debates sobre los temas abordados.