ay un fenómeno urbano en Ushuaia que se repite con una constancia admirable: el cono de reciclado está ahí, con su agujero bien visible, pero la botella aparece siempre afuera. No lejos. No tirada. Apoyada. Como si hubiera una frontera invisible que el ciudadano no se anima a cruzar.
El gesto es claro: el vecino o la vecina quiso reciclar, pero no tanto. Hizo el esfuerzo simbólico de acercarse al cono, pero en el momento decisivo algo falló. Tal vez dudó. Tal vez pensó que esa botella no era lo suficientemente plástica. O que había una norma secreta que exigía permiso municipal.
Entonces la deja al costado, con cuidado, como diciendo: yo cumplí hasta acá. El cono, vacío, observa en silencio mientras a su alrededor crece una instalación artística de basura consciente. No es suciedad: es reciclaje incompleto.
Así, el punto verde se vuelve punto marrón. Porque donde alguien deja una botella afuera, otro se anima. Y otro más. El reciclaje fracasa no por rebeldía, sino por ese vicio tan nuestro: el casi.
Casi reciclamos. Casi cuidamos. Casi hacemos lo que hay que hacer.
