Explorando la Isla de Tierra del Fuego

Desde baliza Escarpados hasta Haruwen

18/03/2010
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extos: Federico E. Gargiulo[email protected]
Fotografías: Raúl Ranzani
Mapa: Sergio Arroqui

Últimamente he dedicado este espacio a la confección de pequeñas biografías de personajes que han sido seducidos por el inconmensurable hechizo de esta Isla en el Fin de la Tierra. Osados navegantes, temerarios viajeros, hombres sin ley en busca de aventuras, todos ellos se han empeñado en captar la esencia más pura de la naturaleza. En esta ocasión, y para matizar un poco esta sección, he decidido compartir con los lectores mi pasión exploradora, pasión que alimenta con creces mis ansias de conquista, y mi amor por esta tierra única. Una pequeña crónica de una salida al campo junto a dos grandes amigos, Raúl Ranzani y Fernanda Cejas.

Caminando en la noche

Eran las seis de la tarde y aún había luz cuando empezamos a marchar por la senda que conduce a la estancia Túnel. Era una luz gris y pálida, una luz de tristeza y de nostalgia. Al cabo de dos horas el sol se escondía en algún lugar entre las montañas de la isla Hoste, y nos dejaba solos en un escenario donde reinaba la penumbra y una paz absoluta. En el bosque negro o en la costa sombría caminábamos en silencio, y entonces me dejaba arrastrar por pensamientos que hoy ya ni recuerdo. Pero a veces salía de mi trance y me concentraba en los sonidos de la naturaleza, en el rumor del agua mansa del canal, en el ruido de una hierba hamacada por una brisa leve, en el zumbido del vuelo de pájaros invisibles. Mi linterna nos mostraba el camino, pero apenas dirigía el haz más allá de mis pies, la noche, como un animal voraz, parecía tragarse de un solo bocado todo intento luminoso. Cada tanto brillaban en el abismo nocturno, como dos pequeños botones de oro, los ojos de algún zorro colorado. El agua helada de los ríos que cruzamos no escarmentó mi espíritu lleno de dicha.
A la una de la mañana llegamos a un precario rancho que esa noche tornó en palacio, algunos kilómetros antes de la estancia Remolino. Encendimos un fuego y al calor de esa leña sacrificada, de esa bandera viva y ciega travesura, como diría el genial Borges, devoramos un guiso con aires de abuela que yo había preparado la noche anterior. Nos acostamos sobre unos catres de madera diminutos y dormimos plácidamente, al ritmo cansino de unas pequeñas gotas de lluvia que percutían contra el techo de chapa del refugio.   

Segundo día: desde el Canal Beagle hasta la Ruta Nacional 3

Al día siguiente desayunamos un café caliente y humeante, organizamos nuestras mochilas y dejamos el rancho atrás. La idea era unir la costa del Canal Beagle con el valle de Tierra Mayor. Y para conectar aquellos dos puntos, elegimos un cañadón que no conocíamos, y que según los cálculos en la carta topográfica, debía arrojarnos al complejo turístico Haruwen, a la vera de la Ruta 3. El camino esta vez no fue tan cómodo como el día anterior. Como pudimos nos abrimos paso entre densos bosques, entre legiones de castoreras y a través de esponjosos turbales. La nieve nos sorprendió en la altura, cuando sorteábamos un paso sin nombre. Pero ahora que lo pienso, debería bautizarlo como Paso de los Vendavales, o del Ventarrón, o con cualquier otro nombre que remita a un torbellino fortísimo. Fue en esta parte de la jornada, en esa pampa de altura, donde me conecté más con la naturaleza, donde fue más intenso ese sentimiento de soledad, de fuerza y de poder. Allí soplaba un viento helado y vigoroso, un viento que se llevaba consigo la nieve blanca, que escupía bocanadas llenas de nubes de polvo níveo. Sobre esa tierra virgen envidié a las montañas robustas, y quise anclarme al terreno con sus brazos de roca, quise ser inmune al frío y al empuje de las ráfagas inmortales. Quise ser piedra y centinela, y quise poder escuchar en silencio ese concierto de vientos, agonía y rugido a la vez.  Pero si no hubiese continuado mi camino y hubiese intentado quedarme allí por un rato, en mi condición humana y frágil, me hubiese volado como un recuerdo impreciso. Así que sin demorarme un segundo, proseguí a través de una ruta invisible, marcando con mi huella sobre la nieve virgen una vía que pronto sería borrada por los corceles de Eolo.
Finalmente llegó la hora de descender. Al fondo del nuevo valle se adivinaba otro que lo cortaba en forma transversal, y allí, en esa abertura entre los Andes majestuosos, se encontraba nuestro destino final, la Ruta Nacional 3. Ya eran cerca de las siete de la tarde, y el cielo iba mudando sus colores hacia tonos más opacos y lóbregos. Apuramos el paso a fin de evitar adentrarnos en el bosque en plena oscuridad. Pero nuestros intentos fueron en vano; la noche nos cubrió como una mano negra y no tuvimos otra opción que introducirnos en una maraña de árboles caídos, en un enjambre de lengas macizas. Como si fuésemos ladrones novicios en un terreno inexplorado, caímos y resbalamos hasta el hartazgo. La luz de las linternas no alcanzaba para discurrir el velo de misterio de esa espesura eterna. Llegué a enojarme con la situación, con ese mísero kilómetro y medio que nos pareció infinito. Trinábamos de furia cada vez que pisábamos en falso, cada vez que nos desplomábamos pesadamente en un terreno viscoso e incierto. Las ramas nos azotaban con rigor, como látigos infalibles. Los troncos gruesos nos impedían el paso como una enorme cortina de hierro. Con gran pero injustificado encono maldije al bosque, a las plantas, a los suelos anegadizos y a las raíces traicioneras. Y a los días insuficientemente largos por supuesto. Al final, toda esa ira acumulada, se desvaneció cuando alcanzamos un camino que conduce a Haruwen. Mientras avanzaba pedí perdón en silencio a los dóciles seres de esa selva enigmática, por haber perdido un poco los estribos. Cada tanto me olvido que nosotros, seres humanos, debemos adaptarnos a los tiempos que la Madre Naturaleza nos impone, y no al revés. Pero no siempre se cumple la regla, sobre todo en caso de personas ansiosas, como quien escribe. Al llegar a la esperada ruta, inmersos en las tinieblas y sin señal de teléfono, se nos presentó un ángel inesperado. Una camioneta detuvo su marcha al ver una pequeña esperanza de luz en la noche ciega. Era un amigo, Walter Cayo, quien felizmente nos condujo de regreso a casa. Mientras retornábamos a la ciudad, pensé en aquello que escribió Asencio Abeijón alguna vez, que decía algo así como que las gauchadas en el camino, se pagan con gauchadas en el camino. Qué vivan las gauchadas, y que vivan los gauchos, reflexioné mientras el vehículo rodaba.