Colaboración – Crónicas de un fueguino en Buenos Aires

La aventura (segunda parte)

01/11/2012
P
or Pablo Nardi (especial para el diario del Fin del Mundo)

Once de la mañana, día soleado. Para comenzar a caminar la avenida Corrientes, decidí tomar un taxi hasta su inicio, a pesar del sinnúmero de consejos de mis amigos fueguinos que trataron de disuadirme. Tras convencerlos de que tomar un taxi en Capital no es sinónimo de secuestro, me subí al primer auto negro y amarillo que encontré. Me sorprendí, porque hasta entonces pensaba que esos colores en los taxis eran tan ficticios como la puntualidad de los medios de transporte públicos en Ushuaia.
Mientras viajábamos a destino, le conté al taxista que me propuse conocer toda la ciudad. Me dijo: “mirá pibe: Buenos Aires es Buenos Aires. Llevo más de sesenta años viviendo acá y es como mi esposa: todavía no la termino de conocer”.
Luego de una larga y amena charla, alimentada por el denso tráfico y un calor calcinante, entablé una suerte de amistad con el taxista. Le conté que soy de Ushuaia y estudiante. Me costó convencerlo de que no hay pingüinos sueltos por la calle, y de que no salimos a cazar cada día para poder comer. Sospecho que le caí bien, porque cuando llegamos me preguntó si me molestaría que me acompañe en mi recorrido. Le dije que no, y me dijo que entonces esperara un poco más, porque había que encontrar un estacionamiento donde anclar el taxi. Le dije que de donde yo vengo, el auto se estaciona en cualquier lugar donde haya espacio. Su respuesta fue una risa magnánima, casi divirtiéndose a costa de mi inocencia; me explicó que en la selva de cemento la inseguridad hace que eso sea imposible.
Tras una larga búsqueda, finalmente estacionamos. Nos bajamos y empezamos por el Luna Park, celebérrimo estadio donde se realizan funciones artísticas y deportivas. Mis ojos no podían creer que estaban viendo ese lugar por cuyo escenario pasaron una variedad de personajes tan importantes como Gardel, Gustavo Cerati y Norah Jones, por nombrar algunos. “¡También estuvo Damas Gratis!”, añadió alegremente mi flamante compañero. Para evitar problemas, decidí no contarle de mi aversión por la cumbia, y asentí, desprovisto de toda sinceridad.
Nos fuimos abriendo paso entre la multitud: miles de personas transitaban raudamente las anchas veredas de adoquín, chocándose unos con otros. Las disculpas parecían estar implícitas, o quizás el incesante y colectivo apuro las extinguió hace ya mucho tiempo. En su lugar, proferían agravios de gran magnitud, que me recordaron a las cosas que dice un fueguino cuando resbala a causa del hielo justo antes de llegar a su trabajo.
De repente, me fue imposible disimular mi sorpresa. Vi algo parecido a un bunker, lugar bajo tierra donde los soldados se suelen atrincherar para defenderse de ataques enemigos. Había junto a él un cartel rojo con letras blancas. Primero pensé que se trataba de las “cuevas” donde se dice que es el único lugar donde se puede comprar dólares. Deduje apresuradamente que era por eso que había tanta gente saliendo y entrando al mismo. No obstante, el taxista me explicó pacientemente que se trataba de la boca del subte.
Caminamos unas cuadras más, y llegamos a un monumento faraónico: el obelisco.
(Continuará)