Historias mínimas

Los hombres de negro

21/11/2013
P
or Norman Munch

Cuentan que aparecían siempre juntos, como de la nada. Siempre dieciséis. Siempre vestidos de negro. Camisetas, pantalones, medias, botines.
Cuentan que aparecían por Córdoba, por Santa Fe, por Entre Ríos. Algunos aventuran que anduvieron por La Pampa, por Santiago del Estero, por Buenos Aires.
Cuentan que se hacían presentes en los torneos de campo, esos que juegan gringos de piernas de quebracho, de lomos curtidos, de fuerza inigualable, y en los que los premios suelen ser una vaquilla y algunas damajuanas de vino.
Cuentan que otras veces lo hacían en los barrios humildes de las periferias de ciudades importantes, donde el talento se viste de pobreza y hay que ser muy guapo para lograr ganar y alzarse con la plata reservada para el campeón.
Cuentan que nunca perdieron, que ni el rival más pintado pudo con ellos. Que a donde iban se imponían, que eran imbatibles. Que atacaban siempre, a todos y en todos lados. Que además corrían y no dejaban de hacerlo mientras durara el partido.
Cuentan que desde el arquero hasta el último suplente eran dotados con la pelota, que su juego era una delicia, que ganaban siempre por goleada, que todos terminaban rendidos ante su talento.
Cuentan que tenían honor, que nunca hicieron gala de su superioridad, que nunca sobraron a un rival, que no cargaban a nadie, que jugaban fuerte pero eran leales, que no pegaban porque no les hacía falta.
Cuentan de sus rostros adustos, pétreos. De su frialdad dentro y fuera del campo. Que no festejaban los goles, que no celebraban sus victorias. Que eran dueños de una calma gélida. Que eran corteses, pero distantes. Que hablaban lo justo y necesario. Que solo les bastaba con mirarse para saber lo que tenían que hacer.
Cuentan que así como llegaban se iban, y sin reclamar los premios ganados. Que solo se llevaban, cuando los había en juego, alguna medalla, algún trofeo.
Cuentan que una noche en el bar de un pueblito perdido, después del paso triunfal de ese grupo de desconocidos, un viejito, entre vino y vino, contó una historia.
Contó que una madrugada lúgubre, en plena tormenta, en un cruce de vías sin barreras un tren arrolló a un pequeño colectivo. Que en el colectivo iban los integrantes de un equipo de fútbol que volvía de ganar un torneo. Que todos murieron. Que sus almas en pena, sin consuelo ante la muerte prematura, pactaron con el Diablo. Que le pidieron volver a tocar una pelota, volver a jugar, que era lo mismo que volver a estar vivos.
Cuentan que el viejo contó que el Diablo aceptó, que les dijo “vayan y jueguen”. Pero que el precio fue que cada noche, al regresar, iban a morir arrollados por el tren. Y así por siempre, una y otra vez.
Cuentan que el viejo contó que aquí y allá siempre aparece alguien que dice que le pareció haber visto al mismísimo Satanás agarrado al alambrado, observando a los hombres de negro. Y que luego desaparece con ellos, una vez consumado el triunfo.
Cuentan que el viejo contó que alguien, dentro de una cancha, escuchó a uno de ellos en pleno partido, por lo bajo, maldecir a su suerte y a la eternidad. Y desear estar muerto.

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