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or Lucas Potenze (*)
La obra misional en la Tierra del Fuego comienza con la desdichada experiencia del misionero inglés Allen Gardiner, una historia cercana a lo increíble que termina en tragedia y que de alguna manera representa el más alto ejemplo de heroísmo de que puede ser capaz una persona, independientemente de cómo juzguemos la seriedad de su empresa o la simpatía que podamos sentir por sus objetivos.
Allen Gardiner es un modelo casi perfecto del misionero cristiano del siglo XIX, aunque la lectura de sus diarios nos muevan al mismo tiempo a la compasión, el horror, la admiración o la lástima que nace al ver su tozudez y la seguidilla de errores que lo llevaron a su terrible fin.
Pero empecemos por el principio: Gardiner era un oficial de la marina inglesa que había andado por los siete mares, que inclusive llegó a conocer a San Martín en Perú, y en algún momento, en las islas del Pacífico, quedó vivamente impresionado por la obra que allí desempeñaban los misioneros cristianos. Siendo joven aún, se retiró de la marina y contemporáneamente sufrió la pérdida de su esposa, y aunque quedó a cargo de dos hijos y no mucho después volvió a contraer matrimonio, parece que aquella pérdida le produjo un arrebato místico que lo impulsó a convertirse en misionero.
Probó suerte en varios continentes, pero no tuvo éxito ni en Sudáfrica ni en Nueva Guinea, ni en Bolivia, y en el Estrecho de Magallanes, donde había sido recibido con cierta simpatía por los tehuelches, coincidió con la llegada de los chilenos quienes fundaron Fuerte Bulnes en 1843 y llevaron misioneros católicos para iniciar una tarea similar a la que intentaba el marino. Volvió entonces a Inglaterra donde fundó la Sociedad Misionera de la Patagonia, una asociación que le ayudaría a convocar voluntarios y obtener fondos para llevar a cabo su sueño. Pensó entonces en el último confín de la tierra, donde vivían aquellos aborígenes de quienes se decía que eran agresivos y antropófagos, y resolvió que aquel era el lugar que Dios le había reservado para su misión. En tales circunstancias dijo a sus compañeros: “Cualquiera que sea la decisión que ustedes tomen, yo he resuelto volver otra vez a Sud América y no dejar una piedra sin revolver (…) ni un esfuerzo sin probar para establecer una misión entre los aborígenes. Ellos tienen derecho a ser instruidos en el evangelio de Cristo y mientras Dios me de fuerza, los fracasos no han de acobardarme (…) Estoy dispuesto a hacer esto por mi propio riesgo, quiéralo o no la Sociedad, Jesucristo ha dado una orden: predicar el evangelio hasta lo último de la tierra. El proveerá para el cumplimiento de su propio deseo. Obedezcámosle.”
Tengamos en cuenta este discurso, porque Allen Gardiner va a ser fiel a él en los años subsiguientes, hasta llegar a inmolarse por sus convicciones, y lo hizo contra todas las dificultades y todas las evidencias de que su empresa tenía muy pocas posibilidades de ser coronada por el éxito.
En 1848 viajó por primera vez a los canales, con medios más que precarios: apenas cuatro marineros, un bote ballenero, un chinchorro, dos carpas y provisiones para seis meses, con los que desembarcó en medio de fuertes temporales en Banner Cove, en la Isla Picton, donde sólo recibieron la hostilidad de los elementos y, especialmente, de los nativos que no dejaron de demostrarles con gritos y amenazas que su presencia no era bienvenida. Así fue que este primer intento apenas duró 48 horas y la barca “Clymene”, que los había transportado desde Inglaterra, los recogió nuevamente y los llevó de vuelta a su país. Pero lejos de arredrarse, Allen Gardiner resolvió que podría tener éxito realizando una misión volante, es decir una suerte de flota misionera sin una sede determinada que llevaría la palabra de Dios a unos aborígenes que también estaban constantemente en movimiento y que no por casualidad habían sido llamados los “nómades del mar”.
En principio, pareció que la suerte (o la voluntad de Dios) le sonreía: una rica dama, miss Jane Cook, donó a la misión 700 libras con las que si bien era imposible adquirir un barco de buen porte, Gardiner logró armar dos pesados botes de hierro de siete metros de eslora, artefactos pesados, difíciles de manipular y absolutamente inapropiados para los mares tormentosos de la Tierra del Fuego. Además, se proveyó de conservas y herramientas y con seis compañeros: el cirujano Ricardo Williams, un ex camarero llamado John Maidment, un carpintero naval, Joseph Erwin, y tres pescadores de Cornwall, John Pearce, John Badcock y John Bryan, con quienes inició, en septiembre de 1850, su segunda misión.
El barco que los conducía, el “Ocean Queen”, los dejó nuevamente en Banner Cove, que según el diario que llevó el doctor Williams era “una tierra de tinieblas, un escenario de salvaje desolación, ambos, paraje y clima, concuerdan en carácter: ¡el uno es hosco y desolado, el otro tempestuosamente negro!”. Para colmo, los misioneros olvidaron la pólvora en la bodega del barco, por lo que cuando éste los dejó solos en aquel paraje, se encontraron sin armas de fuego para defenderse de los peligros que los acechaban o cazar aves comestibles.
La relación con los fueguinos no fue mucho mejor que la primera vez, por lo cual, en marzo del año siguiente optaron por dejar aquella isla para dirigirse a Puerto Español, en la Bahía Slogget, al sur de la Isla Grande, lugar que tenía la característica de ser poco visitada por los yámanas, con lo cual se daba la paradoja de que los misioneros huían de aquellos hermanos en Cristo a quienes habían venido a evangelizar. Allí levantaron algunas carpas y aprovecharon uno de los botes que se destruyó al encallar contra las rocas el que, dado vuelta, también les sirvió de morada. Pero pronto, al ver que la situación no parecía cambiar, volvieron a Picton para dejar un mensaje en una botella al pie de una cruz y un cartel que decía: “Cavad aquí debajo. Vayan a Puerto Español, marzo de 1851”. Rescataron algunos víveres que habían dejado allí y volvieron a su refugio a esperar la llegada de auxilios.
Pero lo que llegó no fue un auxilio sino una creciente que penetró en la cueva donde guardaban sus víveres y los echó a perder, la destrucción del segundo bote y, en el mes de mayo, el temido escorbuto, el mal de los marinos que permanecían mucho tiempo sin probar vegetales frescos.
A partir de este momento, los misioneros se dispusieron a esperar lo peor. Por suerte se han conservado los diarios que llevaron Gardiner y Williams, y en ellos se refleja que por más que todo hubiera salido mal, no habían perdido la fe. Más aún; Allen Gardiner no dejaba de agradecer a Dios por las pruebas que debía soportar: “Mi oración –escribía– es que el Señor, mi Dios, sea glorificado en mí en cualquier cosa que nos ocurra en la vida o en la muerte”. Además, anotaba citas bíblicas, salmos y hasta poemas para alabar y dar gracias al Creador. El invierno había llegado y Williams escribía en su diario: “Dormido o despierto, soy feliz más allá de donde llega el pobre alcance del lenguaje […] Mucho más podría agregar, pero me duelen los dedos de frío y debo envolverlos en ropas. Pero mi corazón está ardiente con las alabanzas, agradecimiento y amor a Dios, mi Padre y Redentor”.
A fines de junio murió Badcock y en los días siguientes lo siguieron los demás misioneros. Williams sobrevivió hasta el 3 de septiembre y Gardiner debe haber muerto alrededor del 6 de ese mes ya que su última anotación, del día anterior, decía: “Grandes y maravillosas son las gracias de amor de mi bondadoso Dios. Me ha preservado hasta ahora y durante cuatro días aun sin alimento corporal, sin ningún sufrimiento de hambre y sed”.
Al mes siguiente, llegó al lugar la “John Davison”, al mando del capitán Smiley, acompañado por nuestro Luis Piedra Buena, quienes encontraron los cadáveres de Williams y los marinos de su bote y recuperaron parte de los diarios de aquellos desdichados. Algunos meses después, el almirantazgo británico envió al “Dido” al mando del capitán Morshead, para dar sepultura al resto de los muertos entre los que estaba Allen Gardiner, cuyos cuerpos descansan en aquella tierra que soñaron redimir.
La tragedia de Allen Gardiner ha merecido distintos juicios: Arnoldo Canclini, el historiador de las misiones protestantes en Argentina, lo llamó “El marino inglés que murió por amor a nuestros indios” en un artículo publicado en Todo es Historia; Braun Menéndez opinó que “tanta desgracia inhibe al historiador de abrir cualquier juicio crítico sobre la expedición de Gardiner y acerca de los errores que cometieron estos hombres, “devotos pero equivocados” según opinó Morshead cuando informó sobre su hallazgo. El historiador francés Jean Respail, tan aristócrata como Braun Menéndez pero mucho más cínico, dijo de Gardiner que “la estupidez y la santidad forman una mezcla desoladora”. Lo cierto es que al hombre común del Siglo XXI le cuesta entender que empresas tan ardorosas puedan ser realizadas sin ningún interés económico ni intención política, pero no hay que olvidar que la religión cristiana se apoya en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo y que el martirio fue considerado como el más alto de los testimonios de fe al que se podía acceder. Allen Gardiner fue un mártir de su fe y si hubiera sido católico seguramente sería un santo venerado en los altares. Cometió tantos errores que en términos psicoanalíticos diríamos que buscó inconscientemente el martirio, y es tal la felicidad extática que vuelca en su diario que se puede suponer que ese era su objetivo, sumando cierta dosis de narcisismo a la convicción de que tal era la voluntad de Dios. Personalmente, creo que así como se han cometido los más espantosos crímenes en nombre de Dios, también en su nombre ha habido y afortunadamente sigue habiendo personas abnegadas y desprendidas que dedican su vida a los más débiles y los más frágiles, sean estos los indigentes, los ancianos, los discapacitados, los enfermos terminales o tantos otros desdichados. Para Allen Gardiner, eran los aborígenes del último confín de la tierra.
(*) Historiador. Profesor de Historia.