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or Lucas Potenze (*) (especial para el diario del Fin del Mundo)
A cualquier alumno de introducción a la historia de cualquier universidad del mundo, lo primero que se le enseña es que expulse de su sistema de pensamiento el razonamiento anacrónico es decir, que no piense que el mundo de ideas y creencias en el cual se ha educado es un mundo que existió siempre y que es reconocido por el resto de la humanidad.
Éste es uno de los defectos más comunes en el pensamiento del hombre común, y no es casual porque tanto aquí como en el resto del mundo, nos es inculcado desde la escuela primaria y es uno de los argumentos que con mayor insistencia aplica la educación concebida desde el estado para consolidar los sentimientos de nacionalidad y amor a la patria.
Así, es habitual que pensemos que nuestro país existió siempre y que la revolución de la independencia no fue más que un movimiento para modificar una injusticia que era que la tiranía de España no nos dejaba ser lo que siempre habíamos sido, es decir, una nación.
Por si esto no alcanzara, desde que a principios del siglo pasado se implantó en nuestro país, seguramente con el legítimo objetivo de integrar a los hijos de inmigrantes a la sociedad nacional, la llamada “educación patriótica”, se instaló a través de la enseñanza de la historia y la geografía la idea de que pertenecíamos a una gran nación –el virreinato del Río de la Plata– que reconocía naturalmente al poder instalado en Buenos Aires y que la revolución simplemente cambió la autoridad de los virreyes por la de una junta vernácula y que entonces, automáticamente, desde el Norte de Bolivia hasta el Cabo de Hornos, los habitantes de ese inmenso territorio debían aceptar la soberanía que ahora residía en la Junta, consagrada en realidad por los 200 votos obtenidos en el Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810.
Si el virreinato después se convirtió en cinco jurisdicciones distintas, se supone que fue porque hubo fuerzas centrífugas, intereses separatistas o la mano negra de algún estado extranjero que impidió la continuidad de esa especie de gran nacionalidad rioplatense, que es la que de alguna manera está representada en el himno al hablar de los Incas y de la guerra de la Independencia en lugares remotos de la América Hispana.
Sin embargo, sabemos que hasta cierto punto se impuso la voluntad de los pueblos. La Revolución de Mayo sólo fue realmente popular en Buenos Aires y los demás pueblos del virreinato la fueron aceptando, de buen o mal grado, pero siempre desconfiando de la hegemonía que la capital quería ejercer sobre ellos. Los sentimientos de pertenencia eran sobre todo respecto del lugar donde habían nacido (el pueblo, la provincia) y al rey de España, que fue luego reemplazado por un sentimiento más americano que argentino. Así, el Alto Perú se independizó cuando las provincias del Altiplano, liberadas del poder español por el ejército se Sucre, enviado por Bolívar, resuelven constituirse como nación soberana, en un congreso en el que a nadie se le ocurrió recordar el hecho de que alguna vez habían pertenecido al virreinato. Otro tanto hizo Paraguay, que en 1810 rechazó no tanto la separación de España, que era un hecho ya que la península estaba dominada por Napoleón, como el dominio de Buenos Aires. Nunca integró las “provincias unidas” y en 1842, finalmente, declaró su independencia definitiva de la Confederación Argentina. El caso de Uruguay quizá podría haber sido distinto –aunque otra cosa que enseñan en la facultad es a desconfiar de la historia contrafáctica– por su cercanía e identidad cultural con Buenos Aires, pero en este caso la disputa con el Imperio del Brasil, una guerra de resultado incierto y la diplomacia británica hicieron que ambos países se separasen amigablemente.
En cuanto al problema, nada menor, de definir los límites entre las nuevas jurisdicciones, en el calor de la guerra de la independencia y los desórdenes administrativos que le siguieron, se adoptó el criterio del “uti possidetis iure” que significa “como poseías, de acuerdo a derecho, (poseerás)”, es decir que las nuevas naciones aceptaban las fronteras existentes bajo la dominación española. Ya vimos que este principio, fuertemente favorable a los intereses argentinos, fue vulnerado varias veces, ya fuera por la fuerza de las armas o por la voluntad de los pueblos pero, en el caso que nos ocupa, es decir el de las fronteras con Chile, fue largamente esgrimido por ambas cancillerías para resolver unas fronteras bastante complicadas, que no sólo son las segundas más largas del mundo, sino que tanto desde lo histórico–jurídico como desde lo geográfico están llenas de complicaciones.
Si tomamos en cuenta los antecedentes españoles, Chile fue un reino creado como dependencia del virreinato del Perú en 1541, otorgándosele a don Pedro de Valdivia una franja de territorio que iba desde el paralelo 26 al 41 Sur (aproximadamente el actual valle central) y se extendía 100 leguas al Oriente del Mar del Sur (Pacífico). Es decir que abarcaba amplias zonas actualmente pertenecientes a la Argentina (el Nuevo Cuyo). Posteriormente, se le encargó ejercer control sobre el Estrecho de Magallanes y el Cabo de Hornos, por lo cual el piloto Juan Ladrillero tomó posesión del mismo en 1556 y luego Pedro Sarmiento de Gamboa intentó fundar ciudades fortificadas sobre el Estrecho para impedir el paso de barcos de otras banderas (1582–84). También, en la Recopilación de Leyes de Indias, se le ordena al gobierno chileno que disponga lo necesario para la reducción pacificación y población “dentro y fuera del Estrecho de Magallanes y la tierra adentro hasta lo provincia de Cuyo”. A partir de estos antecedentes, los estudiosos chilenos suponen que se le encargaba la administración de la Patagonia.
Argentina, a su vez, argüía que desde 1573, en que por las capitulaciones firmadas por el rey Felipe II y el adelantado Juan Ortiz de Zárate se le otorgaban todos los territorios entre el Atlántico y la Gran Cordillera Nevada hasta el paralelo 48º, era indudable que la nueva decisión reemplazaba la anterior y otorgaba la Patagonia a la jurisdicción del Río de la Plata. Más tarde, cuando en 1776 se creó el Virreinato del Río de la Plata y Cuyo pasó a depender de esta nueva jurisdicción, nuestros juristas argumentaron que al no estar definido el límite sur de la jurisdicción de la provincia de Mendoza, la Patagonia bien podía pertenecer a ésta. Además, Carlos III ordenó en 1778 al virrey Vértiz la fundación de tres fuertes sobre la costa atlántica de la Patagonia, que resultaron ser el de Carmen de Patagones, en la desembocadura del Río Negro, el de San José, en la Península Valdez y el de Floridablanca, en las cercanías de la bahía de San Julián, y, por lógica, nadie encarga a alguien fundar algo que luego no va a pertenecerle, por lo que implícitamente se estaba reconociendo que la Patagonia era parte del nuevo virreinato.
Para ayudar a la confusión general y como señalamos en artículos anteriores, los mapas de la zona elaborados por el Consejo de Indias frecuentemente consideraban a la Patagonia, Tierra Magallánica o Tierra de Gigantes como una zona aparte de la jurisidcción de Chile o del virreinato, mientras otros mapas la consideraban parte de un “Nuevo Chile” (mapa de Cano y Olmedilla, 1790) y otros la hacían depender de Buenos Aires (mapa de Félix de Azara, 1809).
Pero, de todos modos y como señaláramos anteriormente, los antecedentes basados en reales cédulas dictadas por reyes que jamás conocieron las Américas o amarillentos mapas confeccionados en Sevilla, eran argumentos esgrimidos muy solemnemente por los negociadores pero de importancia relativa en comparación con lo que es la realpolitik, o política de la realidad, que reconoce muy marginalmente la moral y la justicia y se atiene mucho más a la conveniencia, el pragmatismo y los intereses de cada parte en disputa. Así, cuando Chile dicta sus primeras constituciónes en 1823, 1828 y 1833 fija los límites del país obviando la Patagonia: en las tres define textualmente que “Su territorio comprende de Norte a Sur, desde el desierto de Atacama hasta el Cabo de Hornos, y de Oriente a Occidente, desde las Cordilleras de los Andes hasta el mar Pacífico, con las islas de Juan Fernández y demás adyacentes”. Sin embargo, en la década de 1830, el libertador Bernardo O’Higgins, exiliado en Perú, inició una campaña para que Chile no renunciara a sus derechos sobre la Patagonia.
En 1843, como ya hemos dicho, Chile fundó la población de Fuerte Bulnes, luego trasladada a Punta Arenas, en el Estrecho. Al llegar el capitán Juan Guillermos, al mando de la “Ancud”, para realizar la fundación, una flota francesa se encontraba en el lugar dispuesta a ocupar el Estrecho siempre que no lo encontrara ocupado por otra nación. Es decir que si no hubiera habido presencia chilena, probablemente se habría creado un nuevo conflicto entre un país americano (o tal vez dos) y una potencia europea, pero las instrucciones que llevaban los franceses indicaban que debían evitar cualquier posible enfrentamiento y decidieron abandonar su emprendimiento, a pesar de las ventajas que le hubiera dado tener un enclave en el Estrecho para apoyar sus comunicaciones con las colonias de la Polinesia. Cuatro años después, Rosas hizo una protesta formal contra el establecimiento chileno, sosteniendo que la soberanía argentina llegaba hasta el Cabo de Hornos, pero como ya dijimos, poco podía hacer más que una protesta, ocupado como estaba en resolver el conflicto por el bloqueo de nuestros ríos por parte de los anglo–franceses.
Por su parte, algunos años después, nuestro compatriota Domingo Faustino Sarmiento, exiliado en Chile durante la dictadura rosista, abogaba por los derechos de Chile sobre el Estrecho de Magallanes, basándose no tanto en razones jurídicas sino más bien en el sentido común y los beneficios para el comercio y el desarrollo de las naciones americanas. En sucesivos artículos publicados en “La Crónica” en marzo y abril de 1849, insistía en que el Estrecho debía ser colonizado por Chile, ya que esas tierras eran absolutamente necesarias para ese país, tanto como inútiles para la Argentina. “¿Cómo pueden fijarse los derechos de los gobiernos americanos sobre tierras desocupadas, que antes de la independencia formaban en común los dominios españoles? –se preguntaba– . Las nuevas naciones no son una manada de lobos […] sino gobiernos hermanos. Por lo tanto, el principio de equidad indica que un territorio limítrofe pertenecerá a aquel de los dos estados a quien aproveche su ocupación, sin dañar ni menoscabar los intereses del otro”… “El Estrecho es una vía indispensable de comunicación para Chile. Es su salida al Atlántico. Necesita poblarlo y organizarlo para consolidar su comercio. En cambio, para Buenos Aires, el Estrecho es una posesión inútil [...] A todo esto ¿qué haría el gobierno de Buenos Aires con el estrecho de Magallanes? Ese gobierno, lejos de poblar sus inmensas extensiones, no ha podido evitar que los salvajes lleguen hasta las fronteras de Córdoba, San Luis y los pueblos fronterizos del Sur, interrumpiendo las comunicaciones con las provincias de Cuyo y arruinándolas hasta el punto de que ya no logran exportar sus frutos a Buenos Aires […] Que Buenos Aires se dedique a poblar, pues, el Chaco, el Sur hasta los ríos Colorado y Negro, que dé seguridad a sus fronteras, que allane las dificultades del comercio interior, que regularice las leyes de Aduana y deje el Estrecho a quien lo posee con provecho (Chile).
Mucho se lo ha criticado a Sarmiento por estas manifestaciones, diciendo que su feroz antirrosismo lo había convertido prácticamente en un traidor a su patria, y son muy pocos los que han visto en estas reflexiones la visión de un americanista convencido (y agradecido al país que le dio asilo). Es cierto que el Estrecho era fundamental para el comercio de Chile, que entonces estaba dirigido esencialmente hacia los puertos del Atlántico y el Mediterráneo, mientras que para Argentina no tenía utilidad alguna, por lo menos hasta la ocupación de la Patagonia, lo que recién tuvo lugar treinta años después. También aunque en algunos aspectos la postura del impetuoso sanjuanino es indefendible, hay que tener en cuenta el contexto en que fueron escritas. En aquellos tiempos se estaba desarrollando en todo el mundo la navegación a vapor. Para ese tipo de naves, el cruce del Estrecho ya no implicaba mayores peligros pero sí seguía siendo peligroso para los barcos de vela. Al mismo tiempo, tras la guerra con México en 1848, Estados Unidos se había apoderado de las ricas tierras de California, donde, para complicar más las cosas, se había descubierto oro, con lo cual cientos de aventureros se habían lanzado a la búsqueda de ese metal y, dado que aún no había concluido la unión ferroviaria entre las dos costas, el medio más seguro de viajar era por vía marítima a través del Estrecho. En ese contexto y habiendo aumentado notablemente el volumen de barcos que lo atravesaban, lo que Sarmiento defendía era la instalación de un servicio de remolcadores de vapor que ayudaran a los veleros en su trayecto a través de las traicioneras corrientes de esa vía de agua, además de la instalación de una carbonera en Punta Arenas que proveyera del vital combustible a las naves de vapor.
En este punto estaba la disputa cuando en 1852 cayó Rosas, derrotado por una amplia coalición de entrerríanos, correntinos, santafecinos, paraguayos, orientales y brasileños comandada por el gobernador de Entre Ríos, Justo José de Urquiza, quien un año después cumplió con su palabra y proclamó la Constitución Nacional. El país organizado –a pesar de que durante ocho años la provincia de Buenos Aires no estaba integrada institucionalmente a la nueva nación–, tenía ahora todos los poderes para poder negociar con Chile un tratado cumpliendo con todos los requisitos del derecho internacional, lo que será el tema de nuestro próximo artículo.
(*) Historiador. Profesor de Historia.