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or Lucas Potenze (*) (especial para El diario del Fin del Mundo)
Como dijimos en un artículo anterior, referido a las peripecias del comandante Piedra Buena, sabemos que en 1855 se había firmado entre la Confederación Argentina y la República de Chile un Tratado de Paz, Amistad y Navegación en que cada una de las partes “reconocían como sus respectivos territorios aquellos que poseían como tales al tiempo de su separación de la dominación española”, dejando para adelante cualquier diferencia que pudiera surgir y, en tal caso, resolverlo por medio del arbitraje de una nación amiga. Era, sin duda, una forma de reconocer que ninguno de los dos países se encontraba en condiciones de poner su atención en la demarcación de las fronteras y por lo tanto se dejaba el problema para más adelante. Obsérvese que ni siquiera se hacía referencia a la colonia chilena de Punta Arenas, que seguramente sería motivo de conflicto al momento de definirse cuáles eran aquellos territorios que cada una de las partes poseía al tiempo de su separación de España. El tratado tenía vigencia por doce años, al cabo de los cuales cualquiera de las partes podía denunciarlo.
En 1865 Chile acreditó ante el gobierno de Buenos Aires al Dr. José Victorino Lastarria como embajador, quien, al terminar el plazo del tratado de 1855 propuso muy seriamente los términos de un posible tratado de límites en el que toda la Tierra del Fuego, el Estrecho y algunos valles de la Patagonia quedaban para Chile. Eran sólo propuestas para iniciar una discusión y el gobierno argentino ni siquiera los tuvo en cuenta.
Al año siguiente, Chile entró en una absurda guerra contra las pretensiones imperialistas españoles sobre las islas Chinchas, ubicadas frente a la costa chilena y ricas en guano, que según la exmetrópoli no habrían entrado en el reconocimiento de la independencia chilena, y desde Santiago se solicitó la ayuda argentina. Pero a pesar del entusiasmo de Sarmiento, quien en ese momento ejercía funciones diplomáticas y propuso por su propia cuenta una gran alianza americana contra la pretensión española de reclamar derechos remanentes en este continente, el presidente Mitre, involucrado en la desgraciada guerra contra el Paraguay, prefirió mantener la neutralidad y sólo ofreció la mediación de nuestro país y una tibia condena cuando la flota española bombardeó Valparaíso.
En 1870, habiendo ambos países superado sus conflictos internacionales, por fin pusieron como prioridad el arreglo de la frontera común, tema para nada sencillo si evaluamos las primeras propuestas para un acuerdo: Nuestro país proponía la frontera de la cordillera y dividir el Estrecho a la altura de San Gregorio quedando la parte oriental y su continuación en Tierra del Fuego para Argentina y la occidental para Chile. En cambio, el país trasandino proponía trazar la frontera de la Patagonia a través de un meridiano que la cortaba por la mitad al Sur del Río Diamante. No eran bases sobre las que se podía empezar a conversar, por lo que se mantuvo el statu quo mientras ambos ejércitos apuraban las acciones armadas contra los aborígenes para construir soberanía a partir de hechos consumados de poblamiento efectivo.
En 1874, el ministro chileno Barros Arana sostuvo que todos los territorios al sur del río Santa Cruz debían ser chilenos y el resto de la Patagonia motivo de un arbitraje, lo que lógicamente fue rechazado en Buenos Aires, donde el nuevo presidente, Nicolás Avellaneda, tenía ideas muy claras sobre el problema: evitar por todos los medios la guerra pero al mismo tiempo no permitir actos posesorios chilenos sobre el Atlántico ni llevar la Patagonia a un arbitraje (lo que hubiera equivalido a reconocer que era un territorio en litigio). En cambio, suponía que el tiempo jugaba a favor de Argentina, en la medida en que se fuera poblando pacíficamente la Patagonia gracias a las corrientes inmigratorias que estaban ingresando a nuestro país a un ritmo mayor que a Chile. Por eso, impulsó la firma de unas bases de acuerdo entre ambas cancillerías en las cuales se aceptaba que Chile no podía pretender territorios sobre el Atlántico ni Argentina sobre el Pacífico.
A pesar de ésto, en Santiago no todos estaban dispuestos a renunciar tan fácilmente a sus pretensiones sobre la Patagonia, por lo menos al sur del río Santa Cruz, ni, por supuesto, a la totalidad de la Tierra del Fuego. Así fue que en 1876 y 1878 hubo sendos actos claramente agresivos hacia nuestra soberanía, cuando barcos de la armada chilena apresaron a los cargueros Jeanne Amélie (de bandera francesa) y Devonshire (norteamericano), que cargaban guano en la desembocadura del Santa Cruz con permisos firmados por las autoridades de Buenos Aires. En esta ocasión, Avellaneda no dudó y envió a nuestra pequeña flota de mar, al mando del Comodoro Py, con la orden de expulsar a cualquier intruso, arriesgando una acción armada que hubiera llevado probablemente a la guerra. Afortunadamente, el presidente chileno, Manuel Pinto, reflexionó sensatamente y al llegar la escuadra argentina a su destino, no quedaban rastros de la flota chilena, que se había retirado hacia el Estrecho.
Pero el motivo fundamental era otro, vinculado con los complejos intereses estratégicos de Chile, lo que merece una explicación que nos desviará por un momento de nuestro tema principal.
Cualquiera que ve un mapa de Chile, no puede menos que quedar perplejo ante su rara cartografía: es el país más largo del mundo si lo tomamos en dirección Norte–Sur, y en cambio, en muchos lugares, su ancho no llega a los 50 kilómetros. En sus 756.000 Km2 de superficie (en aquella época eran muchos menos), tenemos el fértil Valle Central, donde se concentra la mayor parte de la población, pero al norte se extiende uno de los desiertos más secos del mundo, y el sur está cubierto por la selva valdiviana, donde se registran precipitaciones anuales de más de 4.000 mm., siendo una de las zonas más lluviosas del globo. Sus raros contornos y la variedad de su clima llevó a uno de sus más sensibles intelectuales, el Dr. Benjamín Subercasseaux, a escribir un inteligente y pintoresco libro sobre su país al que tituló “Chile o una loca geografía”.
Pues bien: en los años que nos ocupan, un Chile pujante, caracterizado por una clase gobernante altiva y patriota y por su continuidad institucional, que era la envidia del resto de las naciones sudamericanas, había llegado a la conclusión de que el desarrollo nacional requería de la ampliación de su estrecho territorio, ya fuera hacia la Patagonia, como venimos viendo, o hacia el desierto de Atacama, donde si prácticamente no había agua, abundaba el guano (que en aquella época era aún el principal abono para los exhaustos campos agrícolas europeos), el cobre y el salitre. Era evidente que cualquiera de las dos posibles expansiones implicarían una guerra, para la cual Chile se venía preparando, desde el punto de vista militar, mucho mejor que sus vecinos; pero, aun respetando su armamento y la excelente formación de sus oficiales, una guerra no era lo mismo que dos guerras, por lo cual tendrían que seleccionar al enemigo.
Aquí nos vino a ayudar, indirectamente, la publicación en 1839 del libro de Darwin sobre la circunvalación del globo a bordo de la Beagle, en la que hablaba de la Patagonia como de una tierra estéril y sin ningún valor económico, y que era considerado por las clases cultas algo así como el canon de la geografía de la Patagonia; y a pesar de que otros estudiosos chilenos como Guillermo Cox habían alertado sobre el inmenso potencial económico de estas tierras, la clase política chilena consideró que las salitreras de Antofagasta e Iquique eran un botín más valioso que las inmensas pero yermas llanuras al sur del río Colorado.
Al mismo tiempo, Avellaneda no había perdido el tiempo y su joven ministro de guerra, Julio Argentino Roca, culminó la campaña del Río Negro haciendo flamear nuestra bandera el 25 de mayo de 1879 en la Isla de Choele Choel. La campaña continuó luego bajo el mando de Villegas y Olascoaga, y todo lo criticable que pudo haber sido desde el punto de vista humanitario en tanto implicó el despojo y la expatriación –no carente de crueldades abominables– de una raza milenaria de sus territorios ancestrales, fue ventajosa desde el punto de vista geo–estratégico, ya que implicó poner en práctica la voluntad inequívoca de la Argentina de poblar lo que consideraba propio.
Del otro lado de los Andes, Chile, finalmente, había iniciado la guerra contra Bolivia y Perú y en marzo el presidente Pinto envió a Buenos Aires a su ministro José Manuel Balmaceda con instrucciones secretas de hacer cualquier concesión sobre la Patagonia a cambio de la neutralidad argentina en el conflicto, pero el presidente Avellaneda, con su natural nobleza y una visión estratégica a largo plazo, prefirió no aprovechar la situación difícil en que se encontraba su vecino, y propuso mantener el “statu quo”, confiando, como queda dicho, en que el tiempo jugaba a nuestro favor.
En abril de ese año, el general Roca, ya canonizado como “héroe del desierto”, fue elegido presidente, y allí demostró que no sólo era un inteligente estratega sino un político sagaz y generoso: Consideró que estaban dadas las condiciones para firmar con Chile un tratado ventajoso para ambas partes, pero sospechando que cualquier iniciativa argentina iba a ser tomada con desconfianza, acudió a los buenos oficios de los ministros estadounidenses en Chile y Argentina (curiosamente ambos, sin ser parientes, llevaban el mismo nombre: Tomas Osborne), para elaborar una propuesta que considerara prácticamente todos los principios a los que ambos países nunca hubieran renunciado de buen grado: la Patagonia y la Tierra del Fuego en su vertiente atlántica quedaron para Argentina y el Estrecho la Tierra del Fuego occidental y las islas próximas al Cabo de Hornos, para Chile. También Chile mantuvo una fracción de tierra al norte del Estrecho tal como alguna vez lo había pensado un rey español, y las diferencias que pudieran suscitarse al momento de hacerse las demarcaciones en el territorio, se llevarían al arbitraje de una potencia amiga.
El 23 de julio se firmó en Buenos Aires el tratado entre el ministro Bernardo de Yrigoyen y el cónsul chileno Francisco de Borja Echeverría en nombre del ahora canciller Balmaceda y en el mes de octubre por ambos congresos. Menos de un año llevaba Roca en la presidencia argentina y apenas un mes el Dr. Santamaría, sucesor de Pinto, en la de Chile, cuando se alcanzó el deseado convenio que, por supuesto, no satisfizo a todos, pero que recogía razonablemente los reclamos innegociables para ambos países.
Dejo para un próximo artículo planteados los siguientes problemas: 1º) Siendo la frontera la Cordillera de los Andes: ¿por dónde pasaría la línea demarcatoria? ¿por la de los picos más altos o por la llamada “divisoria de aguas”?; 2) ¿Qué se podía hacer en los lugares en que la cordillera tuerce hacia Occidente hasta hundirse en el Pacífico, como ocurre en la Región Magallánica chilena?; 3) ¿Cuál es el límite geográfico entre el Atlántico y el Pacífico si es imposible trazar líneas en el mar? y, especialmente, 4) ¿Cómo se repartirían las islas en la zona del Canal Beagle? Estos y otros problemas debían, teóricamente, resolverse por arbitraje, de acuerdo al artículo 6º del tratado, pero sabemos que tampoco los arbitrajes dejan a todos contentos.
Pues bien, en un próximo artículo, trataremos de echar luz sobre estos temas, que más de una vez durante el siglo XX fueron motivo de algo más que fuertes discusiones entre ambas naciones y que, seguramente, nuestros lectores de más edad, recordarán con algún estremecimiento.
(*) Historiador. Profesor de Historia.