n la causa que lo enfrenta a la familia de Ian Moche, Javier Milei ha esgrimido una defensa curiosa: que el mensaje que publicó en su cuenta de X fue una “opinión personal”, emitida como “ciudadano” y no como presidente de la Nación. El argumento, repetido por la Procuración del Tesoro, busca blindarlo detrás de una separación tajante entre la vida pública y la privada, como si ambas pudieran aislarse en compartimentos estancos.
Dado el dislate que la situación ha generado vale recordar someramente los acontecimientos.
Todo comenzó con un tuit. Javier Milei, desde su cuenta de X (@JMilei), aludió a Ian Moche, un chico de 12 años con autismo, y lo vinculó a “los kukas”. La familia del menor llevó el caso a la Justicia para que el presidente borre el mensaje.
Milei se negó y dijo que no atacó al niño, sino al periodista Paulino Rodrigues, y que lo hizo “a título personal” desde su cuenta privada. Incluso definió a Moche como “un activista” que debe tolerar el debate. El problema: su cuenta está verificada con tilde gris, lo que para el fiscal y el juez del caso significa que actúa como Jefe de Estado, por lo que la causa debe tramitarse en la justicia federal.
Tanto el presidente como la Procuración del Tesoro sostienen que la cuenta no es oficial, aunque el abogado de Moche, Andrés Gil Domínguez, recuerda que Milei fijó domicilio en Olivos, contradiciendo ese argumento. Para él, la libertad de expresión protege a los ciudadanos frente al poder, no al revés, y una disculpa o la eliminación del tuit hubieran bastado.
Milei, en cambio, enmarca todo en la “cultura de la cancelación” y defiende que cualquier intento de censura es ilegítimo. Ahora, el juez Alberto Recondo tiene 48 horas para decidir si ordena o no bajar el mensaje.
La ficción de la “vida privada” presidencial
Se hace más que válido aplicar el ejemplo de la situación planteada el 14 de febrero, cuando el presidente Javier Milei promocionó en X la criptomoneda $LIBRA, que se desplomó horas después generando pérdidas millonarias a más de 44 mil inversores.
Si el mismo Milei impulsara una criptomoneda-meme que resultara ser una estafa, ¿podría alegar que lo hizo como “ciudadano” y quedar exento de la responsabilidad política y ética? La pregunta no es absurda: el razonamiento es el mismo que ahora usa para desligarse de las consecuencias de su tuit sobre un menor de edad. Y ahí se expone el problema. Al ampararse en la supuesta esfera privada, el presidente abre la puerta a una zona gris donde la investidura se usa para amplificar mensajes, pero se esconde cuando llegan las críticas o demandas.
Cuando quien habla es el presidente, no hay tal muro. No lo hay por razones prácticas -toda su comunicación es leída, amplificada y analizada en clave política- y no lo hay por razones institucionales ya que el cargo imprime un peso que no se borra con un “esto lo digo a título personal”. La cuenta de Milei no es la de un vecino anónimo; es un canal verificado con tilde gris, identificado como perteneciente a un funcionario, seguido por millones y con repercusiones inmediatas en la agenda mediática y política tanto del ámbito nacional como internacional. Pretender que ahí habla un mero “particular” es, cuanto menos, ingenuo.
En la tradición republicana, la distinción entre lo privado y lo público se mantiene para proteger la intimidad de los funcionarios, no para que puedan eludir responsabilidades. Cuando un presidente fija domicilio en la residencia de Olivos, decide en cadena nacional y representa al país en cada foro, su voz no puede alternar mágicamente entre “yo” y “el presidente” según le convenga.
El poder frente al ciudadano
Por definición, la libertad de expresión es el derecho de comunicar ideas, opiniones y creencias, tanto de forma oral como escrita, sin sufrir restricciones del Estado ni de otras personas e instituciones. Es uno de los derechos fundamentales de la humanidad, vinculado con el derecho a la información y la libertad de prensa.
La libertad de expresión se protege sobre todo para que los ciudadanos puedan defenderse del poder, no para que el poder se escude de los ciudadanos. En especial cuando, como en este caso, la persona aludida es un niño.
Ante semejante asimetría, cualquier adulto habría dado a conocer una aclaración, una disculpa o la eliminación del posteo para cerrar el episodio. El silencio y la obstinación dicen más que cualquier teoría sobre la “cultura de la cancelación”.
En tiempos donde las redes sociales han desplazado a los canales oficiales como plataforma de comunicación política, urge una reflexión seria: ¿cómo regular la voz presidencial en el espacio digital sin menoscabar derechos, pero sin permitir que la investidura se use como máscara intercambiable? Si el presidente Milei quiere la libertad de ser un “ciudadano más” en Twitter o en cualquier otra esfera en la que decida exponerse, debería renunciar al poder amplificador, la influencia y la autoridad que ese mismo cargo le otorga. De lo contrario, lo privado y lo público seguirán fusionados, pero siempre, claro, a conveniencia de quien ostenta el poder.
(*) El Comité Editorial está conformado por un grupo de periodistas de EDFM. El desarrollo editorial está basado en su experiencia, investigación y debates sobre los temas abordados.