l Gran Premio de la Hermandad argentino-chilena es mucho más que una carrera automovilística. Nacido hace más de medio siglo, en un contexto donde la integración regional era un anhelo compartido, el evento se convirtió en símbolo de unión, de camaradería y de aventura. Durante décadas, atravesar más de 400 kilómetros de ripio, tierra y barro fue un desafío reservado a valientes, donde la improvisación y el ingenio eran tan importantes como la destreza al volante.
La competencia forjó una identidad propia. Para muchos, no es simplemente un evento deportivo: es un rito de fraternidad, un puente cultural entre pueblos, un patrimonio intangible que dejó huellas imborrables en la memoria de las comunidades fronterizas. La épica de sus recorridos, las anécdotas de pilotos legendarios y la mística que se respira en cada largada forman parte de una historia que merece ser contada y preservada.
Sin embargo, esa misma historia hoy parece pesar más como carga que como impulso hacia adelante. La modernidad llegó para todos, también para el automovilismo. Los vehículos de hoy son máquinas mucho más veloces, con motores y suspensiones que nada tienen que ver con los de aquellos años fundacionales. La velocidad, que antes era un condimento épico en medio de caminos trabados y hostiles, ahora se convierte en un factor de riesgo cuando se combina con recorridos abiertos y menos técnicos. El resultado es preocupante: una creciente cantidad de accidentes que ponen en jaque no sólo la seguridad de los pilotos, sino también la de los espectadores que acompañan la travesía desde la banquina.
La realidad es clara, no se puede seguir corriendo como si nada hubiese cambiado. La historia puede emocionar, pero no salva vidas. La épica puede alimentar el mito, pero no garantiza seguridad. El presente exige otra mirada, más profesional, que entienda que preservar la Hermandad no significa aferrarse ciegamente al pasado, sino animarse a repensar su concepto. Modernizar no es traicionar la tradición, al contrario, es darle continuidad en un mundo distinto, donde las exigencias deportivas, sociales y de seguridad han cambiado radicalmente.
El Gran Premio de la Hermandad corre el riesgo de transformarse en víctima de su propia mística. Si no se adapta, podría quedar relegado al terreno de la nostalgia, recordado por lo que fue y no por lo que puede seguir siendo. La hermandad que lo inspiró, ese lazo fraternal entre argentinos y chilenos, merece expresarse en una competencia que combine pasión con responsabilidad, historia con futuro, tradición con seguridad.
La historia, como siempre, quedará en manos de los historiadores. La realidad, en cambio, nos interpela hoy: o el Gran Premio se moderniza, o corre el serio riesgo de que su nombre quede grabado sólo en las crónicas del pasado, el patrimonio de los historiadores, los libros y la memoria colectiva. La hermandad merece mucho más que eso.
Pero el presente exige otra mirada. Continuar corriendo como si nada hubiese cambiado es desconocer que el automovilismo ya no puede sostenerse solamente en la tradición, sino que requiere de profesionalismo, regulación y adaptación a los tiempos que corren.
Si no se revisa su concepto, el Gran Premio de la Hermandad corre el riesgo de transformarse en un ritual condenado a la desaparición. No por falta de mística, sino por la incapacidad de modernizarse para sobrevivir. La hermandad, al fin y al cabo, no debería medirse solo por la cantidad de autos que largan, sino por la responsabilidad de garantizar que quienes participan —y quienes miran— puedan contar la carrera cuando termine.
(*) El Comité Editorial está conformado por un grupo de periodistas de EDFM. El desarrollo editorial está basado en su experiencia, investigación y debates sobre los temas abordados.