El artificio electoral y la verdad del compromiso
Editorial

El artificio electoral y la verdad del compromiso

Por: Comité Editorial EDFM
29/09/2025
L

a política democrática no se mide solo en votos recolectados, sino en la coherencia con la que un dirigente responde a la responsabilidad de gobernar. Entre el compromiso real con la ciudadanía y la conveniencia electoral se abre un abismo que muchas veces queda disimulado bajo la apariencia de la imagen. Ese disfraz, cuidadosamente diseñado para proyectar cercanía y decisión, suele revelar su carácter impostado cuando se confronta con la práctica. Un ejemplo evidente es el de un presidente que, tras casi 22 meses de gestión, jamás visitó nuestra provincia con una agenda dedicada a la realidad fueguina, pero que ahora, en plena campaña, se desplaza al interior para respaldar a sus candidatos. El contraste desnuda la falsedad de una actitud que confunde la representación con el oportunismo y la institucionalidad con la propaganda.

La visita tardía no es un detalle menor. La ausencia de contacto directo con las realidades locales durante buena parte del mandato habla de una desconexión profunda con los territorios que, paradójicamente, son los que sustentan el poder democrático. La República no se sostiene desde un centro aislado, sino en el vínculo continuo entre el gobierno nacional y las comunidades que integran el país. Cuando ese vínculo se limita a un recorrido fugaz motivado por la coyuntura electoral, se convierte en una farsa. La imagen de cercanía se construye como un decorado de ocasión: luces, cámaras, discursos diseñados para un público inmediato, pero sin sustancia ni continuidad.

El engaño se hace más visible si se observa que la agenda presidencial nunca incluyó un diálogo sistemático con autoridades provinciales de distinta orientación política. Los encuentros se reservaron para quienes sucumbieron a las presiones, los propios y, lógicamente, para los partidarios fieles, reforzando un sesgo que reduce la política a una interna perpetua. Gobernar no es hablar solo con los aliados; es tejer consensos, escuchar a los distintos y reconocer la legitimidad de quienes representan a otras fuerzas. Al no hacerlo, el poder se convierte en un círculo cerrado, impermeable a la diversidad y reacio a la responsabilidad compartida. La visita en campaña, entonces, se percibe no como un gesto de apertura, sino como la confirmación de una estrategia de manipulación.

La falsedad de la imagen electoralista radica precisamente en esa contradicción: mostrar lo que nunca se practicó. Se pretende encarnar la figura del líder cercano, atento a las provincias, comprometido con el federalismo, cuando en realidad el ejercicio cotidiano del poder se desarrolló en la distancia, en el desinterés y en la omisión. La foto del acto partidario, la sonrisa en la plaza y la palabra encendida frente a una multitud no alcanzan para sustituir la ausencia de casi dos años. El electorado percibe esa distancia y, aunque en el fragor de la campaña pueda dejarse llevar por la emotividad del momento, la memoria colectiva termina registrando la incongruencia.

El problema no es solo ético, sino también institucional. Cuando un presidente utiliza el territorio como escenario de campaña sin haberlo reconocido previamente como parte de su responsabilidad, se debilita la credibilidad de la política. La ciudadanía advierte que lo que debería ser un vínculo constante se reduce a una operación estética. Ese vaciamiento erosiona la confianza en las instituciones y refuerza el cinismo: se consolida la idea de que la política no busca transformar, sino solo perpetuarse en el poder mediante artificios de comunicación.

Un compromiso político genuino habría supuesto otra conducta. No se trata de multiplicar giras protocolares sin sentido, sino de integrar a las provincias en la agenda nacional, reconocer sus problemas y discutir soluciones conjuntas. El federalismo es un ejercicio de corresponsabilidad, no un recurso retórico para adornar discursos de campaña. La verdadera cercanía no se improvisa en las semanas previas a una elección: se construye con constancia, con la presencia que escucha más de lo que habla y con la voluntad de sostener el diálogo incluso en la discrepancia.

En definitiva, la diferencia entre compromiso y electoralismo no podría ilustrarse mejor que en el contraste entre dos años de ausencia y la súbita presencia motivada por la necesidad de votos. Allí se revela la falsedad de la imagen: lo que se muestra no es continuidad de lo actuado, sino negación de lo omitido. La política convertida en espectáculo puede engañar por un tiempo, pero termina mostrando su vacío. La democracia necesita líderes que encarnen la coherencia del compromiso, no actores que ensayen gestos de ocasión. Porque la confianza ciudadana, una vez deteriorada, no se recupera con fotografías ni con frases de campaña, sino con la verdad sostenida de los hechos.

En última instancia, la línea divisoria entre compromiso y conveniencia coyuntural define la calidad de la democracia. Cuando los líderes se refugian en el disfraz electoralista, condenan a la política a la desconfianza perpetua. Cuando asumen la incomodidad del compromiso real, abren la puerta a un vínculo más maduro con la sociedad. La elección entre una y otra actitud no solo marca el destino de los partidos, sino también el horizonte de las democracias que aspiran a ser algo más que un ritual de campaña.

 

(*) El Comité Editorial está conformado por un grupo de periodistas de EDFM. El desarrollo editorial está basado en su experiencia, investigación y debates sobre los temas abordados.

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