ay una sensación que no se nombra fácil. Se cuela en el cuerpo: acidez, insomnio, la mente que gira sin descanso. A veces elegimos la sobredosis de noticias, otras la anestesia de “fingir demencia”. Pero no es una preocupación aislada: es una pila que crece, un leviatán invisible que aplasta el aire. Y no hay cómo enfrentarlo, porque una sensación no se combate.
Esa sensación se convierte en recuerdo tatuado: un helicóptero, un estallido, una premonición. Y de pronto “eso” vuelve, con otro nombre pero el mismo filo: angustia, miedo, desolación. La certeza de que ya pasó, de que el país se corroe una vez más, esta vez con la crueldad de lastimarnos entre nosotros y olvidar al verdadero culpable. El hedor del 2001 sube desde las calles y nos atraviesa, como si el pasado nunca se hubiera ido, solo estuviera esperando la oportunidad para volver a respirarnos en la nuca. Mientras tanto, no lo nombremos, no debatamos como sociedad, no recordemos, pero por sobre todas las cosas: no le demos entidad ni responsabilidad.