n nuestra ciudad, los horarios de carga y descarga son una especie de leyenda urbana: todos dicen que existen, pero nadie los ha visto. Los camiones aparecen cuando quieren, como si siguieran el reloj interno del caos. Generalmente puede vérselos operar a la hora pico y estacionar donde se les ocurre, emulando a los colectivos de turismo. El resto de los conductores descargan la ansiedad con la parsimonia de un monje tibetano. Así convivimos entre el ruido, la paciencia y la certeza de que el desorden, en el fondo, tiene su propio horario.
Y si alguien se queja, la respuesta es siempre la misma: “son cinco minutitos”. El problema es que esos cinco minutos duran desde hace años.