as declaraciones de Cristina Fernández de Kirchner, que aseguró que los arrepentidos de la causa Cuadernos fueron “torturados”, y la inmediata desmentida del abogado del excontador Víctor Manzanares, vuelven a poner en el centro del debate el valor de la palabra pública. En un contexto de descreimiento y polarización, falsear o distorsionar los hechos no solo erosiona la credibilidad política, sino que también hiere las bases mismas de la democracia.
Cuando una figura política de peso habla, no solo opina: instala sentido, marca agenda, influye en la percepción colectiva de la realidad. Por eso, cuando Cristina Fernández de Kirchner —dos veces presidenta, actual figura central del peronismo y del debate público— acusa a la Justicia argentina de torturar a los arrepentidos de la causa Cuadernos, no lo hace en el vacío. Sus palabras resuenan con fuerza institucional. Y también con consecuencias.
En su publicación, CFK sostuvo que los “arrepentidos” no fueron tales, sino “extorsionados” y “torturados”. Habló de celdas sin ventanas, luces perpetuas, vigilancia constante y aislamiento total, una descripción que equiparó a los métodos de las dictaduras. Su denuncia fue explícita: “Esto ya no es lawfare, es persecución política con métodos propios de las dictaduras”.
Sin embargo, el relato chocó rápidamente con la realidad. Roberto Herrera, abogado de Víctor Manzanares —excontador de la familia Kirchner y uno de los principales imputados que se acogió a la figura del arrepentido—, desmintió de forma categórica las afirmaciones. “Claramente que no es verdad. Ya estaba cerrado el acuerdo, no necesitaba más nada para hablar”, dijo, y añadió que jamás hubo un momento en que Manzanares estuviera solo con el fiscal o el juez. “La defensa estuvo presente en todo momento”, subrayó.
El contrapunto no es menor. Mientras una expresidenta denuncia tortura, el propio abogado del supuesto torturado la desmiente. Herrera fue más allá y calificó de “demencial” la comparación con la dictadura, recordando además que el propio Manzanares terminó detenido por un correo electrónico que, según su versión, le hizo enviar la propia Cristina. En esa ironía amarga se revela la tensión entre el discurso político y la verdad factual: una tensión que, cuando se exagera o manipula, corroe la confianza pública.
Porque no se trata solo de una disputa judicial ni de una guerra de relatos. Lo que está en juego es el principio mismo de la verdad como pilar de la vida democrática. En un país donde las heridas del autoritarismo todavía laten, invocar la palabra “tortura” no es un gesto inocente. Es una evocación cargada de historia, una herida abierta que no puede usarse como argumento retórico. Comparar una investigación judicial —con todos sus excesos, errores o sesgos posibles— con los crímenes de Estado de la dictadura es, además de irresponsable, una banalización del horror.
La democracia se sostiene en la palabra, pero también en la responsabilidad de quien la usa. La libertad de expresión no otorga licencia para deformar los hechos. Cuando un líder político siembra la sospecha de que el sistema judicial utiliza la tortura, sin pruebas y en abierta contradicción con los protagonistas, erosiona no solo la imagen de la Justicia, sino la fe en las instituciones que sostienen el Estado de Derecho.
Y es justamente esa fe la que hoy se encuentra en crisis. La sociedad observa con escepticismo cada palabra de sus dirigentes, percibe manipulación en cada discurso y oportunismo en cada denuncia. La inflación de relatos ha devaluado la verdad, y con ella, la posibilidad misma de un debate democrático serio. En ese contexto, la mentira política no solo confunde: desarma el sentido común y debilita la idea misma de justicia.
La política debería ser el espacio donde la palabra se construye como compromiso, no como simulacro. Sin verdad, no hay deliberación posible, y sin deliberación, la democracia se transforma en ruido. La figura del “arrepentido” puede ser discutible; el funcionamiento judicial, perfectible; pero lo que no admite discusión es la necesidad de cuidar el lenguaje con el que narramos nuestra vida pública.
La ex presidenta no es una ciudadana cualquiera. Sus palabras pesan, forman opinión, influyen. Por eso, cuando el discurso se aleja de los hechos, el daño no recae solo sobre sus adversarios o los tribunales: cae sobre la credibilidad del sistema político en su conjunto.
En tiempos de redes, donde la desinformación se propaga a la velocidad del clic, cada declaración irresponsable se convierte en un misil contra el entendimiento democrático. Decir la verdad no debería ser un acto heroico, sino una norma ética básica. Sin ella, la política se vacía de sentido y la democracia se convierte en una caricatura de sí misma.
Al final del día, la cuestión es simple y profunda: la verdad no pertenece a nadie, pero todos dependemos de ella. Y en el ruido de los discursos interesados, de los relatos que se retuercen para justificar lo injustificable, defender la verdad se vuelve un acto político en sí mismo. Uno que la democracia, si quiere sobrevivir, no puede darse el lujo de perder.