etirar los restos de autos en desuso de la vía pública es casi un servicio público espiritual; de pronto la ciudad deja de parecer un cementerio de fierros oxidados y uno descubre que, debajo de todo, había veredas, calles y hasta un barrio decente. Y, como regalo sorpresa, aparece ese milagroso espacio para estacionar, porque nada embellece más una ciudad que librarse del esqueleto del “auto que algún día van a arreglar”.