Opinión - Por Alejandro Winograd, biólogo

“El día después del día del salmón”

12/07/2021
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olo habían pasado unos días desde el momento en que la Legislatura, por unanimidad y con aplauso, aprobó la ley que prohíbe la cría de salmones en aguas de la provincia. La ley incluye una serie de precisiones orientadas a preservar las estaciones de cría que llevan años operando. Pero aun considerando esas excepciones -o, más bien, precisamente porque hace mención a esas excepciones- el sentido de la ley es claro y establece, con las palabras que se usan en las leyes, lo que reclamaba un sector de la comunidad: no a las salmoneras. Sin embargo, el impacto duró poco; bastó que alguien con un cargo suficientemente importante nos recordara que es mejor controlar que prohibir para que todo el asunto (las discusiones acerca del tipo de granjas, las campañas en favor y en contra, el apoyo de los cocineros, las reuniones públicas y las demás acciones y, finalmente, el aplauso a sí mismos que se ofrecieron los legisladores) se volviera relativo. O, más que relativo, confuso. Por lo que sabemos hasta ahora, la cría de salmones está prohibida en las aguas jurisdiccionales lacustres y marítimas de la provincia. Pero esa prohibición no alcanza ni a las actividades de cultivo para repoblamiento, ni a los proyectos de escala artesanal ya existentes, y según se nos anticipa ahora, es posible que también puedan funcionar los proyectos que se establezcan en espacios que no sean naturales y los que utilicen tecnologías nuevas y amigables con el medio ambiente.
Las dos primeras excepciones -repoblamiento y proyectos anteriores a la ley- son claras; las dos últimas, en cambio, parecen bastante difíciles de precisar. ¿Cuáles son, en este caso, los límites que definen un espacio natural de uno que no lo es? Uno podría suponer que, para ajustarse a esa definición, las nuevas salmoneras deben instalarse en algo parecido a una pileta a la que se haga llegar el agua de mar. Pero ¿y los deshechos? Si es cierto que la cría de salmones implica el uso de cantidades significativas de antibióticos, y si es cierto también que las deyecciones de los animales cautivos provocan cambios en la composición química, y muy especialmente, en la acidez del agua; ¿cómo podrá disponerse de ellos? Y ya en relación con el uso de tecnologías amigables con el ambiente; ¿cuál podría ser la novedad? ¿no eran, acaso, amigables las tecnologías que llevaron a la firma de los convenios de 2018? Es probable que la mayoría de nosotros sienta simpatía por el principio general de que controlar es mejor que prohibir, y de que el estado debe hacer todo lo que esté a su alcance para estimular el desarrollo de nuevas actividades productivas. Pero uno pensaría que, en los dos años y meses transcurridos desde que se presentó el proyecto, el cuerpo legislativo tuvo ocasión de analizar esas posibilidades, y si aun así resolvió prohibir la actividad, debe ser porque concluyó que los riesgos superaban a los beneficios.
Existen proyectos fueguinos de desarrollo de la mitilicultura (cría de mejillones), pesca artesanal y agregado de valor de sus productos desde hace unos cuantos años. En algunos casos los resultados han sido limitados pero razonablemente satisfactorios. En otros, lo que se ha conseguido es bastante poco. Pero aun así parece haber un consenso bastante amplio respecto de la conveniencia de centrar los esfuerzos en proyectos basados en recursos locales. Se supone que eso contribuye a la obtención de beneficios múltiples: por un lado, los que derivan, directamente, de las inversiones y los puestos de trabajo vinculados a cada unidad productiva. Y por otro, los que provienen del enriquecimiento de esa trama de bienes, servicios y valores intangibles que hacen que la Patagonia y Tierra del Fuego sean destinos turísticos atractivos y repositorios de un patrimonio natural y cultural valiosos y apreciados.
Los antecedentes y la historia de los convenios que dieron nacimiento al proyecto de las salmoneras son poco conocidos, y por lo tanto, todo lo que se pueda opinar parte de una base conjetural. Dicho esto, y asumidos los riesgos que conlleva, uno se queda con la impresión de que el orden del proceso fue el inverso del que hubiera debido ser; que en lugar de establecer un objetivo y evaluar los posibles métodos para alcanzarlo, se partió de un plan específico y recién después se empezó a considerar si ese plan se ajustaba a las condiciones ambientales del canal Beagle. Y a juzgar por los informes que han circulado y por la decisión que tomaron los legisladores –y vuelvo a decir, después de dos años y meses de consideración-, la respuesta es “no”. Pero eso no significa que ya no quede nada para hacer; quizás, aunque sea un poco tarde, todavía valga la pena plantear la posibilidad de que los recursos y la experiencia de las empresas noruegas se vuelquen al desarrollo de proyectos más adecuados a las características de Tierra del Fuego y a los deseos de sus habitantes. Y si resulta que las empresas noruegas no son el socio adecuado para ese proceso, se puede buscar otras a las que sí pueda interesarles el desarrollo de uno o varios modelos de desarrollo de productos fueguinos. Valga, solo como ejemplo, el complejo productivo de mejillones greenshell de Nueva Zelanda, que, en menos de treinta años, pasó de ser el pasatiempo de unos pocos a la base de una industria próspera y atenta a los standards más altos de calidad y de responsabilidad ambiental. O cualquiera de los modelos que vinculan a los pescadores artesanales con los consumidores; desde los kioscos tradicionales de los puertos chilenos hasta los sistemas de venta directa “del muelle a la mesa”. Y, seguramente, una serie de otras opciones, que también pueden incluir los estudios necesarios para adaptar el modelo aplicado en la cría de salmones a alguna especie local. Pero para que cualquiera de esas u otras posibilidades que surjan en el futuro se concreten, va a ser necesario que seamos capaces, primero de discutir, y después, de sostener las conclusiones que resulten de esa discusión, aun si a veces resultan incómodas. Porque, nos guste o no, la historia enseña que la historia se escribe con trabajo, no con aplausos.

 

 

 

Autor : Alejandro Winograd - Biólogo
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